I.
Nos hablaron de un peluquero que se parecía a
Kafka.
Un amigo incluso trajo una foto, aunque no se notaba
mucho el parecido.
Según nos contaron, había adaptado su departamento
para atender al público y estaba cerca de la facultad.
Lo tiramos a la suerte y me tocó a mí ir a
comprobar la situación.
II.
Fui esa misma tarde y al día siguiente informé lo
ocurrido:
El peluquero era idéntico a Kafka.
Incluso la actitud era parecida, al menos respecto
al imaginario que teníamos del escritor.
Lamentablemente, comenté, ser igual a Kafka era su
única gracia.
De hecho –y yo podía dar fe de ello-, cortaba el
pelo como el culo.
III.
T. se enojó por mis comentarios.
Era preocupada por los demás, es cierto, pero en este
caso simplemente actuó como fanática de Kafka.
Su tesis era que el peluquero ciertamente debía
tener alguna otra gracia.
Una gracia propia, digamos, que a mí no me interesaba
–o no sabía-, ver en los otros.
Discutimos hasta que ella me convenció de ir
nuevamente al peluquero, con ella, para que definiéramos quién tenía razón.
IV.
Llegamos con T. hasta el lugar y ella decidió
cortarse el pelo.
Le quedó horrible y era algo imposible de negar.
De hecho, en un momento, el igualito a Kafka hasta
le hizo un corte en una oreja.
A pesar de esto, T. se esforzó por conversar con el
peluquero y tratar de descubrir algún talento.
En un momento, incluso, logró que el peluquero nos
contara un chiste.
V.
El chiste que contó era el siguiente:
Una cigarra
está llorando junto a un árbol.
Entonces se
acerca una polilla y le pregunta por qué llora.
Es por mi
esposo, dice la cigarra, desconsolada.
¿Qué le
pasó?, pregunta la polilla.
Se lo fumaron…
Ayer, se lo fumaron… contesta la cigarra.
VI.
T. también intentó que cantara y que bailara, pero
al menos a eso, el peluquero se negó.
Además, nuestro Kafka
confesó que no le gustaba leer, ni el cine ni tampoco era bueno en los deportes.
T. estaba de espaldas a mí mientras hablaba con él
y le cortaban el pelo.
Yo veía su reflejo y le hacía gestos indicando que mejor
asumiera la derrota.
Algo que comenzó a inquietarnos, entonces, fue que
cada cierto rato el peluquero se detenía y quedaba en silencio, como si pusiera
atención a algo, en la distancia.
VII.
Justamente el peluquero estaba poniendo atención a
algo, en la distancia.
Entonces, guardando también silencio, descubrimos que
cada vez que se detenía, se oía un pequeño grito.
Cinco o seis veces se detuvo y siempre luego de
eso, sonó el grito.
Nadie hizo comentario alguno.
VIII.
Mientras pasaba esto yo miraba el reflejo de T.
De hecho, le di vueltas a la idea que lo que veía
era el reflejo de T., pues ella en realidad estaba de espaldas.
Fue entonces que su reflejo me miró y yo me atreví
a decirle, moviendo mis labios, lo que estaba ocurriendo.
Esa no eres tú, le dije, mirando al espejo.
Ella se distrajo e intentó voltearse.
Fue en ese instante que el Kafka de las tijeras le
hizo un corte en una oreja, que sangró profusamente.
IX.
El peluquero tenía un pequeño botiquín del que
extrajo algunos implementos con los que curó a T.
En este sentido, al menos, hay que reconocer que actuó de buena forma.
Además, como disculpa, no le cobró el corte de pelo, y accedió a sacarse una foto con un libro
de Kafka entre las manos.
X.
Días después T. me dio la foto y escribió un
mensaje atrás.
Algo referido a que la única gracia de Kafka –supongo
que el original-, había sido justamente ser Kafka.
Yo, guardé la foto hasta que dejamos de hablar con
T., meses después.
Con los años, sin embargo, supongo que la foto se me
perdió… o tal vez la boté.
Aunque claro, también está la posibilidad que no quiera
confesar que aun la guardo, como un recuerdo valioso.
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