Como no teníamos dinero conocí la nieve una vez que
me llevaron unos tíos.
Iba con un primo de mi edad que ya había ido varias
veces y llevaba una mochila roja.
Había gran congestión de autos porque había nevado
toda la noche y la nieve había llegado hasta la parte baja de la montaña.
Mi tío iba molesto y había comenzado a discutir con
mi tía.
Yo iba en silencio, porque así me habían enseñado
que debía ir.
No lográbamos avanzar nada y cada cierto tiempo mi
tío sacaba un mapa y decidía cambiar de camino, aunque siempre con igual
resultado.
Ya era más de mediodía.
Mi tía sacó unas galletas y nos ofreció.
Yo tenía hambre, pero solo saqué una, pues así me
habían enseñado.
Mis tíos estaban molestos y mi primo quería
regresar, pero aún insistimos un rato más.
Finalmente, aún en medio de la congestión, me fijé
que a un costado del camino había montones de nieve.
No era tan blanca como la que se veía en lo alto de
la montaña, pero era nieve.
Debe haber sido entonces que mi tío optó por
regresar.
Antes de volver sin embargo, paró el auto a un
costado del camino y mi primo y yo bajamos a orinar.
Entonces, sin que se dieran cuenta, tomé a escondidas
un poco de nieve y lo metí en mi mochila roja.
Nadie habló de regreso a casa.
Me pasaron a dejar de vuelta, pero nadie quiso
bajar del auto.
Esa noche, en mi pieza, quise sacar la nieve, pero
solo encontré agua sucia.
La nieve no es gran cosa, pensé.
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