Arrendaban un furgón para ir a la casa de los
huérfanos.
Era un furgón blanco con tres corridas de asientos
en las que nos sentábamos alrededor de doce niños.
Antes de ir nos advertían que eran huérfanos y nos
recordaban que no debíamos hablar de nuestros padres.
Tampoco teníamos que hablar de nuestras casas, mascotas,
ni juguetes.
Solo vamos a
hacerles compañía, nos decían. A
jugar con ellos.
Vamos para
ser buenos.
Ninguno de nosotros entendía muy bien esas razones,
pero íbamos igualmente cada mes, desde el jardín.
Era el paseo a la casa de
los huérfanos.
Lo marcábamos en un
calendario, encerrando el día en verde.
Y claro, también hacíamos dibujos sobre esos
paseos.
Extrañamente, todos pintábamos distintos a los
huérfanos.
Distintos a nosotros, claro, con otros colores, con
otro tamaño… con otras expresiones en el rostro, incluso.
Luego exponíamos esos dibujos y hablábamos con
nuestros padres.
No sé por qué, pero siempre que exponíamos a los
huérfanos nuestros padres nos abrazaban.
Quizá en eso consistía ser bueno.
Eso debe haber durado como un año.
No sé bien la razón, pero recuerdo que en la última
visita fueron ellos los que nos pasaron los dibujos.
Y claro, en sus dibujos los extraños éramos nosotros.
Nos reímos de eso en un inicio, pero luego nos
asustamos.
Unos chicos se pusieron a llorar, incluso, mientras
llegaba un guardia del lugar.
El guardia pensó que nos habíamos peleado.
Poco después volvimos al jardín y nos dijeron que ese
había sido el último paseo.
Cumplieron su palabra.
De esta forma, tal vez, nos convencimos que éramos
distintos.
Luego los olvidamos.
Con los años, de hecho, solo recuerdo sus dibujos.
Fue una historia sin final, si se piensa, como este
texto.
Prácticamente no hubo daños.
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