El trabajo era sencillo. Consistía esencialmente en
cambiar de lado los manubrios de los autos que llegaban desde Japón.
Trabajábamos en equipos de a tres y debíamos realizar dos cambios por día. Seis
días a la semana. Cincuenta cambios de manubrios era nuestra cuota mensual. De
ahí en más nos pagaban extra. Solo una vez, sin embargo, nos pagaron extra. En
esa oportunidad llegó una partida de sesenta automóviles que ya tenían el
manubrio en el lado correcto. Venían cubiertos cada uno por una lona, y cuidamos
que nadie se enterara desajustando algunas piezas y volviéndolas a poner. De
todas formas abusamos un poco de nuestra suerte. Y es que ese mes completamos
ciento seis cambios. El récord anterior lo tenía un grupo de peruanos que hacía
dos años habían hecho sesenta y cuatro. Entonces, ante nuestra cifra, vino el
jefe de la compañía y habló frente a todos. Dijo que lo que habíamos hecho demostraba
que estábamos acostumbrados a trabajar demasiado lento. Y entonces, en vez de
felicitarnos, subió la cuota mensual mínima a setenta y cinco autos. Nadie la
logró, por supuesto, al mes siguiente. Tampoco al subsiguiente. Entonces el
jefe vino nuevamente y nos acusó de habernos organizado para dañar a la empresa.
De retrasar el trabajo de gusto y de desaprovechar nuestras capacidades.
Recuerdo que éramos seis los grupos que en ese entonces hacíamos ese trabajo. Él
despidió a los seis, aunque meses después volvió a contratar a casi todos. Yo preferí
no volver y me quedé trabajando de conserje, en un pequeño edificio céntrico. Trabajé ahí durante dos meses y medio y me vi, en ese tiempo, trescientas catorce películas. Lo sé porque anotaba los títulos y además los iba votando en filmaffinity. Nunca he entendido, por cierto, qué sentido profundo tiene el trabajo.
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