-El problema no es que no hable claro -me dijo-. El
que quiere entender me entiende. Todos es siempre cuestión de voluntad. De
saber que lo que puedo decir tal vez te sirva. Me refiero a que si piensas que
ya está, pues nada más eso: ya está. Y si es así el asunto es simple: no me
escuches. O escúchame si quieres, por cortesía, pero no me entiendas. Así es.
Así funcionan las cosas. Da lo mismo si soy yo el que habla o si es otro. O si
es otra. Da lo mismo las cervezas que hayan de por medio o hasta el nivel
social. Tú lo sabes. O más bien: ojalá lo sepas. No hablo raro. No hablo así
porque esté borracho o porque tenga un tono distinto por mi nacionalidad o supuesto
nivel social. Ya te dije que entender es siempre cuestión de voluntad. Y la
voluntad, claro, es cuestión de espíritu. A eso se reducen las cosas. Todas las
cosas. Y la última reducción es el espíritu. Eso creo yo, al menos. Eso espero.
Si no fuese así y quisieras entender pues me entenderías a mí y luego
entenderías que estoy mal. Y luego, claro, dependería de mi propia voluntad si
quiero, yo mismo, comprender aquello. Tendría que ponerme en duda, digamos,
como primer paso. Algo que no es malo, aunque parezca serlo... ¿crees que es así?
-Pues no... -dije yo-. No lo creo.
-Entonces entendiste bien -me dijo-. Eso es algo.
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