Siempre lo ocurre lo mismo. O casi siempre, en realidad.
Estaciona en un lugar y no recuerda dónde lo hizo. Por lo general le sucede en
lugares de estacionamiento masivo. En las afueras de un mall, en un
supermercado o en las calles adyacentes a un barrio comercial. En un principio
no reaccionaba así, pero ahora lo asume como algo normal, con cierta
resignación casi y simplemente se dedica a buscarlo, sin apuro. Como si buscar
el vehículo fuese un rito necesario para cambiar el ritmo antes de llegar a un
lugar más íntimo, más propio. No lo teoriza, por supuesto, pero así lo hace. Camina
de un lado a otro, ordenadamente entre las filas de vehículos. Generalmente
cargando alguna bolsa. Alguna vez, en los estacionamientos concesionados, un
guardia se le acerca y le ofrece ayuda. Supongo que lo ven como alguien sospechoso
y luego le preguntan como parte del protocolo. Entonces le consultan por la
zona en que lo dejó. Por la letra y el número que había en el lugar, por el
tipo de auto incluso. Él responde por supuesto, pero ante todo dice que no se
preocupen, que no hay apuro. Y es que en el fondo, él sabe cómo solucionarlo y
no lo hace. Bastaría con memorizar zonas o una foto, en el peor de los casos.
Muchos se lo han recomendado y hasta le han contado sus experiencias. Y claro,
él escucha, pero mantiene en secreto algunos aspectos. No un secreto voluntario,
necesariamente. Más bien un silencio porque no sabe cómo llevar a palabras lo
que le ocurre. La sensación al encontrarlo, por ejemplo. Una especie de tranquilidad,
o de alivio que no sentiría de recordar dónde lo dejó. Una alegría, incluso, al
comprobar que no estaba loco. Que tenía un auto. Que hay una casa por tanto y
una familia donde volver. Parece exagerado, pero eso es lo que comprueba. Que
esta es su vida, en definitiva. Eso es lo que encuentra al encontrar el auto.
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