I.
Ni siquiera los dioses conocen la verdad.
El otro día, por ejemplo, se me acercó uno a hablar
y no se sabía mi nombre.
Por lo mismo yo, que me sabía el suyo, fingí entonces haberlo olvidado.
Ante esto, el dios me dijo que él habría conocido el
mío si yo hubiese recordado el suyo.
Y claro, yo que lo sabía supe en ese instante que
hasta los dioses mienten.
II.
Me siguió ese dios durante varios días.
Al parecer quería hacerlo a escondidas, pero su
torpeza acababa siempre por delatarlo.
Cruzaba el semáforo en rojo, se tropezaba con las
cunetas y hasta lo mordió un perro en una pierna, posiblemente por su actitud
sospechosa.
Cuando los
creamos no recuerdo que les hayamos puesto dientes, comentó mientras le
curaba la pierna.
III.
Esa noche me acompañó hasta la casa y le preparé
una cama, en un futón.
Según él no necesitaba dormir, pero lo escuché
roncar a los pocos minutos.
Por la mañana también negó necesitar alimentos,
pero al final del desayuno ya se había comido cuatro panes.
Para
compensar puedo multiplicar los que te quedan, dijo al terminar.
No es
necesario, le dije.
IV.
Se fue de improviso esa misma tarde, pues no lo vi
al llegar del trabajo.
También faltaba un televisor y lo que me quedaba
del sueldo que siempre cobro en efectivo.
No necesitas
esas cosas, me dejó escrito en un papel, bajo un imán, en el refrigerador.
Tampoco
necesitas la verdad, ni que yo te la traiga, concluía.
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