Yo quería ser un humorista triste.
Provocar una sonrisa, digamos, sobre un fondo de
agua.
Ni carcajadas ni llanto.
Ni sollozos ni aplausos.
Nada de exageraciones ni menos salidas de
emergencia.
Y es que la única risa honesta, creía, era la
sonrisa.
No teníamos derecho a otra cosa, si queríamos ser
humanos.
Consciente de esto fui buscando y creando material.
Organicé rutinas.
Ensayé con mis alumnos en medio de las clases.
¿Se saben el chiste de la niña que bailaba sola?
¿O el del viejo que atrasó el reloj?
¿Conocen el del hombre que solo lloraba al picar
cebolla?
¿Se saben el chiste de Dios buscando a Dios?
Y claro, de vez en cuando las sonrisas anunciaban
el buen camino.
Las miradas claras.
La serenidad.
El gesto de comprensión.
Lamentablemente, los reveses lo volvían a uno
irremediablemente más amargo.
Y la amargura, claro está, te lleva a cuestionar
tus certezas más profundas.
A cuestionar incluso quién eres, me refiero.
Y qué somos o queremos ser, para los otros.
¿Se saben el chiste del hombre que caminaba en su
propio sitio?
¿O el de la niña que abrió su muleca para ver si
tenía corazón?
¿Conocen el de la oruga que se transformó en otra
oruga?
¿Se saben el chiste del hombre que quería ser un
humorista triste?
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