Cuando te nía
ganas de verte, decía su carta, me
sentaba en el banco de una plaza. No servía si me quedaba sentada en el
departamento o intentaba distraerme de otra forma. Solo se me pasaba si me
sentaba en el único banco de una plaza. Aunque tal vez decir que las ganas
de verte se me pasaban, pienso ahora, no sea la forma más exacta de expresar lo
que sucedía.
Era una plaza
pequeña, continuaba. Estaba entre los
dos edificios del condominio en que vivo. Tenía un pasto bien cuidado, un par
de árboles de mediano tamaño y un pequeño sector repleto de flores y algunas
plantas más pequeñas. Con el tiempo me fui dando cuenta que cuando me sentaba
en ese banco fijaba mi vista un pequeño arbusto, que estaba junto a unas
flores. A raíz de eso, no podía recordarte sin asociarte con él.
Hoy, por lo
demás, se cumple un mes desde el momento en que robé ese pequeño arbusto e
intenté mantenerlo vivo al interior de mi departamento. Ni siquiera duró dos semanas. Tal vez lo
trasplanté mal y no me fijé a tiempo.
Sea cual sea el motivo lo cierto es que sus hojas las encontrabas por
todos lados. De hecho, hoy haciendo aseo boté la última de ellas y por eso me
decidí a escribirte. Bajé a la plaza para que se me pasara, pero estuve
intranquila mirando el lugar donde había estado el arbusto. De ahí que llegara
a una conclusión que me parece, dentro de todo, de lo más sensata: necesitaba
el arbusto para no escribirte.
De mí te
contaré solamente si me preguntas. Y puede que ni siquiera lo haga, pues no
estoy segura que sea bueno mantener contacto. De todas formas creo que es bueno
que sepas que me acuerdo de ti, aunque no quiera, o no tenga un propósito claro.
Estoy segura que tú pensabas que te había olvidado por completo.
Suerte en el
futuro, concluía su carta. Encuentra, pero no trasplantes arbustos. Un abrazo.
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