Todo ocurre mientras F, le corta los flequillos a
la hoja. Esas tiras de papel que quedan al borde cuando las arrancan de un
cuaderno con espiral. Entonces viene el momento en que observo cómo intentan
conseguir tijeras y la posterior pregunta sobre si es necesario o no hacer eso.
No sé por qué siempre me lo pienso un rato antes de contestar. No es necesario, suelo decir, pero hágalo si quiere. Y claro, entonces
sigo con la vista a F. mientras las corta y luego las reúne para tirarlas a la
basura. No sé por qué siempre en ese momento divago un poco y pienso en agua.
No agua fluyendo sino una especie de estanque. La imagen es rota entonces por
el alumno trayéndome la hoja –esta vez se trata de F.-, y yo recordándole que
le ponga nombre. Y claro, por lo general el alumno se va y yo me quedo un rato
mirando sus palabras. Así, mientras finjo que veo el nombre o algún aspecto
formal, lo que hago realmente es leer algunas frases de aquello que me
entregan. No leerlas en tono de revisión, por cierto, sino leerlas así como si
observaras pasar a un desconocido y te llamase la atención algún detalle: su
forma de vestir, su actitud con los otros, la velocidad y ritmo de sus pasos…
Pero claro, siempre es cuando leo esas palabras cuando me fijo en el sector aquel
de la hoja con los flequillos arrancados. Un sector generalmente imperfecto
cuyo sentido me inquieta. Y es que no sé, finalmente si eso es necesario. De
hecho, nunca he sabido si eso es necesario. Por lo mismo, me inquieta
sobremanera ser cómplice y/o ejecutor de acciones de esta índole. Acciones cuyo
sentido desconozco, me refiero. Y claro, es entonces cuando F. se devuelve y me
observa mirar su hoja y extrañamente se ríe y lanza aquella frase: Un pez, un perro, lo que sea. Y yo no sé
por qué la comprendo aunque no sepa explicar ya nada y ella siga ahí, riéndose
un poco, y yo pasando mis dedos por el borde mutilado de la hoja y ya no sé
explicar nada. Ya no sé explicar, incluso, si es cierto.
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