Es extraño eso de levantarse a apagar las luces.
No digo que sea malo, en todo caso, solo extraño.
Es como fabricar uno mismo la palabra fin y colgarla de
la puerta.
Igual como se coloca un cartel de cerrado en la entrada
de un local.
Y claro, a partir de esa comparación suele venir a mí una
especie de miedo.
No por el fin en sí, en todo caso, si no por el temor de
quedar fuera, de ese tiempo.
Y es entonces cuando el interruptor está ahí y también
está el día y hasta la vida entera.
Apagar las luces, me digo entonces.
Debo apagar las luces.
Antes de hacerlo, sin embargo, suelo mirar la biblioteca
una vez más.
Antes creía saber por qué.
Hoy, en cambio, suelo guardarme esa respuesta.
Observo entonces lo libros.
Los colores, apenas… por el sueño.
A veces incluso reubico uno, antes de apagar la luz.
Luego la apago.
Y claro, así es como vas descubriendo otras cosas.
Cosas de esas que a veces preferimos no saber.
Verdades con las que me entretengo incluso, haciendo pequeñas
listas:
Tú mismo no brillas, anoto.
Nadie brilla.
Luego anoto unas cuántas palabras más.
Ratificar la idea de estar solo, en definitiva.
Apoyo un dedo en el interruptor.
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