A Maite no le gustan las matemáticas.
Siempre mira a la profesora mientras anota
ejercicios en la pizarra, pero en realidad no comprende nada.
De todas formas, cuando luego de anotarlos la
profesora se pasea por la sala, Maite escribe números en su cuaderno.
Los escribe y los borra a medida que la maestra se
acerca y por suerte nunca la han descubierto.
Un día, Maite se fija que los números que escribe,
asustada, casi siempre son restas.
Grandes cifras a las que suele restar, sin darse
cuenta, exactamente el mismo número.
Es decir, sus restas siempre dan cero.
Los cero de Maite, por otro lado, prácticamente no
parecen ceros.
Esto, ya que suelen ser más bajos que sus otros números,
como una pelota que los otros números chuteasen.
Un día Maite se percata de esto y comienza a mirar
sus propios ceros.
Y claro, los ceros en el cuaderno también parecen
ojos que la mirasen desde la hoja.
Así, sin saber cómo, comienza a pensar en sus ceros
hasta que descubre algo grandioso.
Los ceros no
son números, descubre.
No dicen nada y no importan.
Es decir, uno podría llenar una página de ceros y
no diría nada.
Ni siquiera necesitan ser borrados.
Eso piensa hasta que tocan el timbre y termina la
clase.
Finalmente, antes de salir a recreo, Maite se
escribe un cero en la palma de su mano, para no olvidar el descubrimiento.
Luego anda todo el recreo con aquella mano
empuñada, como si llevase algo valioso, dentro de ella.
Y casi es cierto.
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