Nos juntamos para hablar, pero yo no quería decir
nada.
No por molestia ni desgano, sino más bien por no
dañar.
Intenté explicarlo, pero no pude y me encontré
entonces frente a ella, sin más.
Estaba alterada y me acusaba de cosas que yo ni
siquiera comprendía.
Tal vez ella tenía razón, pero sinceramente no la
comprendía.
Luego pasó de estar molesta a llorar y recuerdo que
también, en un momento, quiso tomarme las manos.
Yo no reaccionaba y recuerdo que miraba, mientras
me hablaba, un vaso que estaba sobre la mesa.
Sé que suena mal, pero lo cierto es que no sentía
nada por ella diferente a lo que podía sentir por aquel vaso.
Y es que podría haber tocado con cuidado aquel vaso
y lavarlo y hasta secarlo con cariño, pero no hubiese dejado por eso de ser un
vaso.
Entonces ella comenzó con las preguntas.
Las decía como acusaciones, aunque yo no tenía nada
que ocultar.
Una de esas preguntas apuntaba a lo que yo sentía.
Y claro, yo no supe qué decir salvo confesar que no
sentía nada.
No sé qué
pasó, le dije, pero ya no siento nada.
Recuerdo claramente que entonces ella me miró, y estoy
seguro que comprendió que era cierto.
Me gritó unas cosas y finalmente se fue, corriendo
y llorando de aquel lugar.
Confieso, por cierto, que nunca he podido sentirme
culpable de aquello, aunque lo he intentado.
Por otro lado, siempre que veo un vaso como el de
aquel día la recuerdo, y me pregunto dónde se fueron esos sentimientos.
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