Era en los tiempos antiguos. Cuando Dios salía a
pasear en pelota por el mundo, como recién salido del baño. Y es que juraba
que éramos hueones. Que no nos dábamos cuenta. No nos distinguía de las cosas. A
veces, por ejemplo, se sentaba sobre un cerro a hacerse una paja. Debe haber
creído que no sabíamos qué es lo que estaba haciendo. Caminaba rascándose las
bolas. Se tiraba peos como si nada. Cero respeto, el hueón. Se sacaba los mocos
y los pegaba en cualquier lado. Si pisaba vacas le importaba una mierda. A veces
se entretenía sacándole las cabezas a las jirafas, o haciendo colgar de sus
trompas a los elefantes. Era como un cabro chico indolente y malcriado. Pero
claro, no era ni de cerca un cabro chico. Y supongo que nadie, tampoco, lo
había criado. No sé cuánto tiempo habrá sido así. Cuántas generaciones, me
refiero. A mí me tocó ser de los primeros en pararle los carros. Hicimos un
grupo y fuimos a hablarle. Teníamos miedo, pero había que hacerlo. Que tuviera
decencia, le dijimos. Respeto al menos por lo que había creado. El hueón nos
miró como sin entendernos. Se acercó incluso a escucharnos. Le dijimos que era
feo que anduviera en pelota. Le hablamos de los juegos con animales. Le
mencionamos la masturbación pública. Que teníamos mujeres. Que había niños. Y
claro, como pensamos que íbamos a morir no nos guardamos nada. Fue entonces
que, preparados ya para lo peor, vimos cómo Dios se sonrojó, avergonzado. Como si
no comprendiese aún que fuésemos capaces de incomodarnos. Y claro, supongo que
fue la primera vez que se sintió observado. Se tapó rápidamente los cocos y se
fue corriendo sin decirnos nada. No me tocó volver a verlo, pero comenzó a
correr el rumor que ahora usaba túnica y que se peinaba la barba. El rumor de que
había distinguido, digamos, no necesariamente la diferencia entre el bien y el
mal, pero al menos la distancia que existe entre lo público y lo privado. De ahí
en más supongo que quiso traspasarnos la culpa y creo que se excusó diciendo
que aquel que vimos no era él, sino el diablo. No sé de quién es la culpa, sin
embargo, de lo que ha de venir después. Doy testimonio al menos de lo que me tocó
vivir, para ayudar a las generaciones futuras. Poco más tengo qué decir. Así era en los tiempos antiguos.
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