Me acosté por un tiempo con una chica un tanto
extraña.
Vivía en una casa de madera que había heredado de
su abuela.
Tenía una biblioteca, en ese entonces, más grande
que la mía.
De mascotas tenía una iguana, un erizo y un conejo.
La iguana se llamaba Simone, el erizo Jenofonte y el
conejo Trumbo.
No tenía refrigerador ni tele ni vergüenza.
Era chistosa y unos diez años mayor que yo.
Cuando hablaba, solía nombrar las partes del cuerpo
con nombres de escritores.
Al ombligo, por ejemplo, le decía Pirandello.
Al dedo gordo del pie derecho lo llamaba Tolstoi.
A la parte baja de su nuca la llamaba Virginia
Wolff.
Al principio pensé que improvisaba, pero con el
tiempo, comprendí que los nombres estaban rígidamente asignados.
A veces, se paraba desnuda frente a mí, y me
interrogaba al respecto, igual que las mamás con sus hijos pequeños.
De hecho, en ese tiempo hice un dibujo con todos
los nombres, pero lo perdí.
De todas formas, hoy me acuerdo de casi todos, y hasta me emociona recordar algunos.
Me refiero a que no se trataba de nombres genéricos,
sino que estaban vinculados con ella, particularmente.
Tenía un lunar pequeño en un hombro, que se llamaba
Clarice.
Rilke era su tobillo derecho.
Su codo izquierdo se llamaba Flannery.
-¿No te parecen muy pequeñas mis hermanas Bronte? –me
preguntó una vez.
-Me parecen bien –le contesté-, pero las hermanas
Bronte eran tres.
-Anne no cuenta –me explicó, mientras reía-. Esta es
Charlotte… y esta es Emily…
Desde entonces sin embargo, -y quién sabe si para
compensar-, llamó a mis testículos Ortega y Gasset.
Así era ella, casi siempre.
De hecho, no puedo recordarla sin reírme también,
un poquito.
Inventaba canciones chistosas.
Le gustaban las palomitas de maíz.
Tomaba tequila antes de acostarse.
Cuando yo fruncía el ceño decía que se asomaba
Hemingway.
Cuando a ella le daba hipo, decía Juan Emar, Juan Emar…
Cuando se nos acababa el dinero estábamos Franz
Kafka.
Una de las últimas noches que nos vimos, escuchamos
latir nuestros corazones.
Su corazón era Vian, pero esa vez lo renombró Míster
Ripley.
El mío era Pequeño Faulkner.
-Míster Ripley es un personaje –alegué esa vez-, estás
cambiando las reglas…
Ella no dijo nada, pero inventó una canción.
La canción se llamaba “El otro Míster Ripley”.
La letra era chistosa, salvo al final, pues ahí me
contaba que ella tenía que viajar.
Mi Pequeño Faulkner se recogió entero.
Nos juntamos una vez más antes que se marchara.
Intentamos hacer como si no hubiese novedad alguna.
No resultó muy bien.
Con el tiempo demolieron la casa y ella me envió
una carta.
Estaba viviendo en Alemania y se había casado.
Fue en esa carta que me dio mi nuevo nombre.
Tú eres Vian,
decía, hacia el final de la hoja.
Tú ahora eres
Vian.
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