Ordenas tus cosas. Como siempre. Entonces
encuentras el control remoto. Tiene un aire familiar, pero no recuerdas a qué
pertenece. Al encontrarlo está sin pilas. Usa dos. De las pequeñas. Intentas
hacer memoria. Recuerdas que tienes algunas en un cajón. Compraste hace tiempo
una caja entera, para una lámpara que llevabas cuando ibas a acampar. Para una
de esas pequeñas, que cuelgas al interior de la carpa. Apenas usaste diez, de sesenta. Ahora
sacas un par y se las pones al control remoto. Aún no recuerdas a qué
pertenece, pero te fijas que enciende una pequeña luz roja. El control está
bueno, observas. Solo falta descubrir qué es lo que enciende. Se te ocurre
entonces apuntar en distintas direcciones. Un poco para hacer memoria y otro
por si acaso enciende algo. Todo está revuelto y es probable que entre los
libros pueda haber incluso algún aparato electrónico. Y claro, justo cuando
consideras eso te parece escuchar un pequeño ruido. Un murmullo, casi. Buscas
entonces en el control algún botón para el volumen. Lo encuentras. Aprietas el
botón para alzarlo y apuntas nuevamente en todas direcciones. Entonces, el sonido
que parecía un murmullo crece en intensidad y hasta se vuelve claro. Eso que se
oye es una voz. Una única voz. De un tono extraño. Puede que hasta desagradable.
Prestas atención. La voz tiene algo familiar. Tal vez sea tu propia voz,
comprendes. Siempre ocurre eso, cuando nos escuchamos. Pero claro, en esta
ocasión esa voz es además peligrosa. Y es que esa voz puede ser también una grieta. Una
especie de agujero por donde puede escaparse el mundo. De hecho, de eso parece hablar
aquella voz. Pero claro, decides ahora bajar el volumen y no fijarte en el
significado. Aprietas entonces el botón de apagar y le sacas las pilas al
control. Ojalá y esa cosa se haya apagado. Dejas de ordenar porque ya es tarde.
Y claro, también dejas de ordenar porque hay cosas que, en definitiva, no
quieres encontrar. De esa forma ocurre siempre. Y hoy es parte de ese siempre.
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