Valdepinos llora en la ópera y yo lo observo.
Está unas cuantas filas delante mío, en una
ubicación más cara, y hace ruidos mientras llora, lo que molesta a los
espectadores.
Yo mismo, como soy espectador, no puedo hacer otra
cosa que indignarme.
Además, el llanto de Valdepinos suena tan falso
como el propio Valdepinos.
Si llorase frente a un ataúd, por ejemplo, uno fácilmente
podría sospechar que ese ataúd está vacío.
Siempre produce eso, Valdepinos, pero no quiero aquí
detenerme a hablar de él.
Solo referirme a su llanto, y más precisamente a su
llanto en la ópera, que es aquí lo que molesta.
Varios, de hecho, se han volteado a mirarlo y a increparlo
en silencio, mientras sus sollozos no decaen.
Una mujer que está sentada al lado mío habla en voz
baja con otra que está delante:
-Es Valdepinos -dice la mujer.
-¿El cínico de Valdepinos? – pregunta la otra.
-Ese mismo -contesta la primera.
No es una gran conversación, por cierto, pero la
reproduzco de forma íntegra para ser fiel a la realidad, como siempre debiese
ser el arte.
Pasan así unos minutos.
Valdepinos sigue llorando y sus sollozos llegan
incluso a distraer a la soprano, quien se ha equivocado en una de sus líneas
mientras canta el aria tras la muerte de su esposo.
-¿Usted lo conoce? -me pregunta entonces un guardia
que se ha acercado hasta nosotros.
-Un poco -admito-. Creo que un par de veces
discutimos sobre un libro de Juan Emar, pero lo cierto es que ninguno de
nosotros fue del todo honesto.
-¿Y no puede usted decirle algo? -volvió a
consultarme.
-¿A quién? -pregunté yo, para ganar tiempo.
-Al hueón que llora -me respondió el guardia.
Yo asentí y pensé en decirle “Shhhhhhhh”, pero
luego dudé si eso contaba o no como decirle algo.
Finalmente, dejé fluir mis sensaciones y
transformarse en palabras, sin procurar mayor resguardo.
-¡Cállate culiao…! -le grité entonces.
Apenas lo hice, por cierto, muchos se dieron
vuelta a mirarme.
Incluso la ópera se detuvo y todo quedó de golpe en
silencio, como si espectadores, músicos y cantantes hubiesen sido ese culiao al
que había hecho callar, segundos antes.
No hubiese sabido qué hacer si la situación se
hubiese prolongado, pero por suerte los ruidos de Valdepinos volvieron a
desviar la atención de todos.
Ahora reía, sin embargo.
Se carcajeaba a gran volumen y golpeaba con sus
manos sus propias piernas, mientras se movía en el asiento.
La gente entonces se olvidó de mí, y volvió a centrarse
en Valdepinos.
Y es que su risa parecía tan falsa como su llanto y
como el propio Valdepinos.
Como si riese ahora frente al muerto que debió
haber estado en el ataúd vacío frente al cual supusimos antes, que lloraba.
-Es Valdepinos -comentó en ese instante un hombre
que estaba sentado al lado mío.
-¿El cínico de Valdepinos? -le preguntó otro, desde
la fila contigua.
-Ese mismo -contestó el primero.
Y yo no sé bien por qué, en ese instante, comencé a
contagiarme de risa.
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