Jubiló este año y construyó su casa. No con sus
propias manos, por supuesto, pero al menos dio las indicaciones y eligió el
lugar. La construyó en un pueblo pequeño a más de mil kilómetros de la ciudad
donde vivió hasta entonces. Una casa pequeña, por supuesto. No necesitaba,
según decía, mucho más.
Vendió o regaló casi todo lo que tenía y se mudó
sin despedirse de nadie. Semanas después, desde el pueblo en que ahora vivía, les
comunicó a algunas personas sobre su nueva ubicación. Fueron tres llamados
breves, principalmente informativos. Uno a su hermano, al que no veía hace años
y otros dos para sus hijos, quienes no se mostraron sorprendidos de aquella
decisión.
Alcanzó a vivir seis años en aquella casa. Durante ese
tiempo plantó un pequeño huerto y limpió el lugar, casi todos los días. Una vez
lo visitaron sus hijos y en dos ocasiones pudo pagarle a una mujer para que se
quedase con él, en aquel lugar. Mantuvo buenas relaciones con sus vecinos,
aunque todos coincidían en que era alguien extraño, demasiado solitario. Él
mismo habría aceptado, sin duda, aquella apreciación.
Cuando se enteró que iba a morir, averiguó si era
legal que quemaran su casa, como última voluntad. Sorprendido, le informaron
que no, por más que él dejase dinero para realizar un incendio controlado, que
no afectara a la comunidad. Le pareció injusto, por supuesto, y la situación lo
angustió. Intentó entonces convencer a uno de sus hijos para que llevase a cabo aquel deseo. El hijo, mientras lo escuchaba, pensaba que su padre
estaba ya demasiado viejo, así que fingió comprender, simplemente, aunque no
comprendió.
(...)
Si el lector lo desea, por cierto, puede él mismo encender el fuego. Comuníquese
por interno y yo le entrego mayor información.
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