No se puede estar en todas partes, me dijo.
Yo escuché y luego alegué que todo era cuestión de
voluntad.
Entonces ella me atacó diciendo que me metiera la
voluntad en la raja.
Yo no supe qué responder así que cambié el tema.
El mundo se
ha corrompido, dije entonces.
Al instante, ella arremetió diciendo que me metiera
también el mundo en la raja, corrompido y todo.
Me demoré unos segundos sopesando la factibilidad
lógica de aquello que había escuchado.
Fueron cavilaciones importantes.
Luego, no sé por qué, me fijé en que ella tenía las
piernas torcidas.
Levemente, es cierto, pero torcidas.
Pensé en no decírselo, claro, pero lamentablemente lo
pensé en voz alta.
No te voy a
decir que tienes las piernas torcidas, me escuché decir entonces.
Ella, como si le hubiese dicho un cumplido, sonrió
acongojada
Son la base
de mi personalidad, señaló.
Yo sonreí también, de puro estúpido.
Quizá ayudó a esto la televisión, que permanecía
encendida, junto a nosotros.
Estaban dando un noticiero eslavo.
En él, según entendí, se estaba mostrando la
noticia de una marcha, que habían convocado unos jóvenes, para demostrar su
propia existencia.
No tenemos
pruebas de nada, deben haber dicho los carteles que llevaban.
Cuando quise comentar la noticia, sin embargo, ella
me hizo callar y apagó y encendió y apagó y volvió a encender la televisión.
Disculpa,
me dijo, pero nunca me han gustado las producciones húngaras.
Ni a mí las
aceitunas, agregué yo.
Ella se rió entonces, estrepitosamente y hasta con ligeras
convulsiones.
¡Cómo pesan
estas cucharas…!, gritaba, mientras convulsionaba.
Para ayudarla le metí un pañuelo en la boca.
Esa no es mi boca, balbuceó.
Tú misma lo dijiste, concluí, no se puede estar en todas partes.
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