Los impostores pasaban frente a mí.
Iban y venían, los impostores.
O tal vez ni siquiera iban y venían.
Después de todo
es posible que solo fingieran que iban y venían.
Yo buscaba memorizarlos, pero no retenía
nada.
Me fijaba en rasgos, posturas, detalles en sus
ropas…
Pero no podían diferenciarse, los impostores.
O al menos yo, asumo, no era capaz de hacerlo.
Mi intención, por cierto, era reconocer a los
impostores.
Distinguirlos, digamos, automáticamente, como un
acto reflejo.
Pensaba que, de esa forma, podía llegar a los
auténticos.
Mi lógica era simple:
Son impostores de alguien más, pensaba.
Ese alguien más existe.
Ese alguien más es auténtico.
Yo mismo, a todo esto, me sabía un impostor.
No en cada paso y no conscientemente, por supuesto.
Pero algo en mí me avisaba que hasta el dolor que sentía,
no era algo que me perteneciera, realmente.
No es que lo haya comprobado, pero les pregunto lo
siguiente:
¿Han llorado alguna vez, frente a un espejo?
Pues no conozco a ningún impostor que lo haya
hecho.
Y no me refiero a un llanto pequeño ni a un dolor
pasajero.
Un impostor pensaría que es innecesario.
Que no hay razón para hacerlo.
Mientras tanto, siguen paseando los impostores.
Yendo y viniendo.
O tal vez ni siquiera yendo y viniendo.
Y es que no tienen sitio donde ir, donde llegar.
Nadie los está esperando ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario