Íbamos a ver a Bartolomeo para reírnos un poco.
Vendía frutos secos en un pequeño almacén y le
gustaba hablar con nosotros, cuando llegábamos a comprar.
Por lo general pedíamos unas pequeñas bolsas con almendras,
aunque solo como excusa para compartir con él un rato y alegrarnos el día.
Nos reíamos con Bartolomeo principalmente por la
forma en que él hablaba.
A veces era todo muy normal, pero cuando se animaba,
iba de a poco cambiando el tono y de pronto ya lo tenías hablando de esa forma
chistosa con palabras cada vez más largas y oraciones que nos parecían inconexas.
-Evidentemente eso resulta decididamente inexorable…
-decía Bartolo, por ejemplo, como conclusión a otra serie de oraciones que
tampoco habíamos entendido muy bien.
-Tienes razón -decíamos nosotros, queriendo
escuchar más.
Ya más grandes -pues todo este asunto de reírnos ocurrió
cuando entrábamos en la adolescencia-, nos acordamos de vez en cuando de
Bartolomeo, y más allá de sentirnos un tanto culpables por habernos reído de él
en ese entonces, tratamos varias veces de concluir qué era aquello de lo que
hablaba de forma tan vehemente en esas oportunidades.
Lamentablemente, por más que intentamos recordar,
solo nos venían a la memoria algunas frases, pero nunca un tema o un problema concreto,
del cual hubiese hablando, realmente.
-Supongo que nunca quisimos, en el fondo… -dice
entonces J., a modo de conclusión.
-¿Nunca quisimos qué? -le pregunto.
-Nunca quisimos enterarnos -me responde R., simplemente,
como si no hubiese nada más que agregar al respecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario