Un hombre amarillo, pequeño, entra a mi cuarto cada
noche. No es un hombre agradable. Su amarillo es sucio. Opaco y lustroso, al
mismo tiempo. Más bien es color mostaza. Entra sin saludar y se pasea como si
fuese el dueño. Peor aún: como si no le interesara ser el dueño. Camina desnudo,
por cierto, sin demostrar el menor pudor mientras observa con desdén mis cosas.
De altura, no debe llegar al metro y medio. Sus ojos son rojizos. Tiene una
cicatriz que baja desde su frente hasta la barbilla. La cicatriz le deforma la
boca. Su olor es molesto. Amargo, diría. Todo en él resulta repulsivo.
Ante de irse –su estancia en mi cuarto no suele
superar los tres minutos-, suele acercarse hasta el borde de la cama. Entonces,
él sonríe haciendo una mueca desagradable, y me observa con desdén.
A veces, luego que se ha ido, me parece recordar
que yo mismo pude haber causado su cicatriz. Tengo la sensación de haber
cargado el peso de mi cuerpo mientras empuñaba un cuchillo y tratado de abrir
su rostro en dos.
Y claro, también tengo el deseo de volver a
hacerlo.
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