Planté diez plantas que no se querían plantar.
Arrugaban sus frentes y se mostraban indignadas.
¡Pobres plantas…!
Mi intención nunca fue ofenderlas.
Tal vez fue porque vi desnudas sus raíces.
Tal vez no les gustó la tierra a un costado de mi casa.
¡Cómo se resistían las pobres…!
Se aferraban a mis dedos.
Se volteaban hacia fuera de la tierra.
Eran como samuráis que preferían una muerte supuestamente digna.
Si hasta el agua que les entregué, se negaban a beberla.
No parecía alegrarlas el sol.
¿Acaso no saben que la muerte nunca es digna…?
¿No podían ver que yo quería ayudarlas?
Y es que de verdad fueron varios mis esfuerzos
Intenté hablar con ellas y no respondieron.
Toqué la trompeta y se hicieron las sordas.
Les conté el chiste del filodendro tartamudo y ni siquiera hubo una
sonrisa.
Y claro, puede ser que no les interesara hablar de poesía medieval.
O que desafiné un tanto, pues era la primera vez que tocaba la trompeta.
O que no tuviese un buen remate el chiste del filodendro.
Aunque claro… tal vez fuese simplemente por la mudanza forzada.
Así, no me quedó más que plantarlas a la fuerza y regarlas aunque
hicieran gárgaras.
Después de todo, pensé, yo tampoco quería estar acá.
Y claro, con el tiempo, ellas tendrán que querer otra vez la vida.
Eso pensé, pero no se los dije.
Por la tarde, afortunadamente, me fijé que bebieron igual el agua.
Y hasta se estiraron un tanto, cuando el sol se empezó a guardar.
Parece un gesto pequeño, pero es sin duda un paso importante.
Y es que cualquier alegría, aunque pequeña, debe ser siempre cosa
importante.
Además, de paso, yo también me alegré un poquito.
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