Afuera hay
sol y hay mujeres.
Mucho sol
y muchas mujeres.
Y calor.
Sobre todo
calor.
En las
calles.
Eso hay en
las calles.
Y los
hombres se quejan del calor.
Y las
mujeres se quejan del calor.
Y los
hombres se voltean a mirar a las mujeres.
Y a veces
hay hombres alegres que cantan.
Bien
cantan, pero al final estiran una mano.
A veces
incluso estiran las dos manos.
Todo se
ensucia en las calles.
Las calles
mismas, de hecho.
Sobre todo
en aquellas donde no hay basureros.
Entonces
todos andan por ahí.
Caminando
con la basura en los bolsillos.
O en los
bolsos.
O en las
manos.
Porque
dicen que es más sucio dejarlas en las calles.
Eso dicen
ellos, por supuesto.
Eso dicen.
En cambio,
si me preguntan a mí.
Si me
preguntan yo diré que no creo en esas cosas.
O sea creo
en el sol.
Y creo en
las mujeres.
Y creo en
las canciones.
Pero no me
gusta que estiren sus manos.
Y no me
gusta la basura en las manos.
De todas
formas, aunque no me guste.
Aunque no
me guste, esto pasa casi siempre.
Y es que
apenas una vez, según recuerdo.
Una vez alguien
cantó y no estiró sus manos.
Tocó la
armónica y cantó.
Pero no
tenía manos.
Con las
mujeres en cambio ni una vez.
Ni una vez
según recuerdo.
Es decir,
siempre tenían manos.
Dos manos,
casi siempre.
Sin basura
en ellas, además.
Sin basura.
Y eso
resultaba sospechoso.
El sol en
cambio allá arriba.
El sol no
provoca sospecha alguna.
Te
afiebras, digamos, estos días.
Te
enfermas, digamos, pero es transparente.
Te engaña
el calor, es cierto.
Y hablas
extraño.
Pero al
menos sabes que te engaña.
Y entonces
te refugias, pero de igual forma.
De igual
forma el calor entra por las ventanas.
Entra y le
importa una mierda si transpiras.
Nada le
importa si te afiebras.
Y es que
nada cambia, en el fondo, si te afiebras.
Y en el
mundo, tampoco, nada cambia.
Afuera hay
sol y hay mujeres, me refiero.
Mucho sol, incluso, y muchas mujeres.
Acá en cambio apenas hay cosas inconexas.
Calor y cosas inconexas.
De hecho, ni siquiera hay un final para este texto.
Hay fiebre, pero no hay final.
No hay final.
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