Eran cuatro tipos. Estaban en la mesa de al lado.
Al parecer jugaban póquer, mientras hacían ruidos raros. Los ruidos raros los
hacían con la voz, por cierto. O al menos con la garganta. La verdad es que no
sabría bien cómo explicarlos. Yo estaba algo borracho y de espaldas a ellos. Y
claro, pensé que me estaban hueveando. Eran cuatro y yo era uno, debí calcular,
pero como ya señalé, estaba borracho. Además -confesión de por medio-, siempre
he querido tener cicatrices. Fue entonces qué, todavía de espaldas a ellos, les
lancé una advertencia. Una amenaza, en realidad, que incluía voltearme y
hacerlos guardar silencio, aunque fuese por la fuerza. Y claro, como la amenaza la había lanzado lo
suficientemente fuerte, resultó que me miraron desde las otras mesas.
Lamentablemente desde la mesa de los ruidos, no existió el menor cambio. Empecé
entonces la cuenta, en voz alta, mientras ellos seguían con los ruidos. Si no
se detenían a la cuenta de seis –no me pregunten por qué siempre cuento hasta
ese número-, comenzaría la violencia. Fue entonces que, cuando había llegado al
cinco y ya empuñaba una botella como arma, una voz me gritó desde otro lado. ¡Son sordomudos, saco de huea!. Guardé
silencio unos segundos hasta que se me ocurría algo qué decir. ¡¿Saco de qué…?! Pregunté entonces,
poniéndome de pie y buscando agresivo a aquel que me había gritado. ¡Saco de huea!, repitió la voz. Los
garzones, entre tanto, se habían acercado hasta donde me encontraba. Seguí la
voz que me había gritado hasta que encontré al emisor. Era un tipo pequeño, con
visibles problemas físicos, que estaba sentado en la barra, junto a sus
muletas. No queremos problemas, me dijo
de pronto uno de los garzones. Ni menos abusadores,
dijo el otro. Yo los miré y no sabía qué decirles. Al menos no eran sordomudos
ni usaban muletas, pensé. Tal vez a ellos sí podía enfrentarme. Eso pensaba
todavía cuando sentí un golpe por la nuca, que me llevó directo al piso. Nazi de mierda, me decía el tipo de las
muletas, quien había usado una como arma, dicho sea de paso. Nazi de mierda… repetía. Y claro, ya en
el suelo, recibí unos cuántos puntapiés hasta que fui arrastrado hasta fuera
del local por los garzones. Todo sucedió muy rápido, es cierto, pero pude ver,
mientras era arrastrado, que un hombre de la mesa de los sordomudos me miraba
fijamente, riéndose casi. Para peor, a pesar de los golpes no quedé con cicatrices, como yo quería. Y
claro, tampoco, hasta el día de hoy, logro encontrarle algún tipo de moraleja a
esta historia.
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