.Muchos hablan del punto de partida, pero el punto de partida no existe.
O si existe, se pierde en la primera letra, o en el primer paso. Nadie sabe, de
hecho, que está en su punto de partida hasta que el recorrido lo hace pensar
sobre el inicio y se escoge entonces un momento: “Todo comenzó cuando…”. Pero lo
cierto es que ese es también un artificio, un invento necesario para trazar,
desde ahí, una trayectoria. No es cuestión de esforzarse en recordar… después
de todo, siempre hay otro punto de partida más allá del punto de partida que
hemos escogido, hasta que más allá todo se desdibuja y hay algo así como un
origen disperso, una fuente única de la que nace todo, pero cuyos detalles no
sabemos distinguir.
El punto final, por el contrario, es más concreto. No acostumbramos
hablar sobre él, pero justamente esa ausencia de discurso es prueba de que
existe. Mi lógica es sencilla: no hablamos porque le tememos y porque le
tememos existe. Así de simple. Ocurre simplemente que lo postergamos. Alargamos
la trayectoria. Inventamos nuevas metas o fijamos estaciones para no
enfrentarnos con él. Y es que ante el punto final no tenemos posibilidad de
triunfo. Una vez que llega no hay vuelta atrás. Encontrarse con él es como
pisar una mina subterránea. Apenas levantes el pie esa mina va a explotar, no
hay otro camino. Si lo encuentras estás quieto. Debes estar quieto. Ojalá
satisfecho de todo lo anterior, aunque dudo que eso sea tan fácil. Podríamos
buscar palabras más felices. Por ejemplo, decir que el hombre muere únicamente
cuando no sabe unir el final con el principio, pero no me siento en condiciones
de arrojar aquello como una verdad. Lo que sabe uno es poquito, después de
todo. Y ni siquiera sabemos si nuestra comprensión puede transformarse en
comprensión para los otros. Aunque claro… siempre queda la esperanza
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