Ella contaba que una vez tuvo un perro que sabía que era perro, creo
que era un dálmata. O sea, no sé si el animal sabía que era un dálmata, pero
ella aseguraba al menos que sabía que era un perro. Nunca entendí sus
explicaciones respecto a cómo ella podía saber que el perro sabía que era
perro, pero sí recuerdo que, para ella, su impresión era un hecho irrefutable. Tanto
así que llevó al perro a una especie de psicólogo animal que, según ella, confirmó
su apreciación. Además de confirmarla, a través de varias sesiones, determinaron
que era malo para el perro saber que era perro. Esto, ya que, si bien el perro sabía que
era perro, no llegaba a comprender qué significaba, justamente, ser perro. Y
ese conocimiento incompleto es la fuente de su desgracia, señalaba ella,
cuando yo le pedía explicar lo que ocurría. Sé que luego de eso el animal siguió un
tratamiento, pero sinceramente no recuerdo que
ella me haya contado en qué consistió. Por esto, si alguien leyó hasta acá esperando un desenlace, me disculpo por no tener algo concreto que ofrecerles. Además, aprovecho de aclarar que narré confuso adrede, pues ella también era confusa. Y porque la vida
es confusa, también, cuando quiere.
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