I.
-Lo malo es que nadie reconoce tener la culpa –dijo F.
-¿La culpa de qué? – preguntó M.
-La culpa de las cosas que no se nos otorgan.
-¿La culpa de que no se nos otorguen esas cosas, querrás decir?
-No –insistió F.-. Lo dije bien: la culpa de las cosas que no se nos
otorgan.
II.
-¿Tienes tú de esas cosas? –preguntó F.
-¿De las cosas que no se nos otorgan? –consultó M.
-Sí, de esas.
-Es que sabes… no sé bien a qué te refieres...
-Me refiero a las cosas que tienes, pero que nadie te las otorgó.
-¿Cosas robadas, entonces?
-No –dijo molesta F.-. No entiendes nada.
III.
-Tal vez no te interese –dijo F.-, pero me enojo porque nadie distingue
esta condición en las cosas.
-Puede ser… -dijo M.-, yo misma, de hecho, no las distingo…
-¿Sabes…? –siguió F.-, diferenciarlas hace bien… Me refiero a reconocer
esas cosas que sí te otorgan, y darte cuenta de aquello que posees y que no te
ha sido otorgado…
-Lo dices como si poseer lo que no te otorgan fuese algo malo.
-No es precisamente algo malo… -dijo F.-, pero sin duda al reconocerlo
hay que entregarlo…
-…
-…
-¿Y qué hago con las cosas que sí me otorgan…? –preguntó M.
-Diferenciarlas de las otras... Hacer una lista, tal vez.
-Sí… entendí eso, ¿pero para qué sirve diferenciarlas?
-Sirve para reconocer cuales son –señalo F.-. Y agradecerlas.
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