-Usted debiera tener pecas –dice él.
-¿Qué? –pregunta ella, sorprendida.
-Que usted debiera tener pecas… Ya sabe… En el
rostro…
-Pues no entiendo de qué habla, disculpe, tengo
prisa…
-Pues podrá tener prisa, pero no tiene pecas…
-¿Qué es lo que dice…?
-Eso: que no tiene pecas.
-Pues usted tampoco tiene.
-Pero yo no debiese tener. Usted sí. Y no tiene.
-¿Y cómo sabe usted que yo debiera tener pecas?
-Su rostro lo dice… mire… tome…
-¿Qué cosa? ¿Qué es lo que…?
-Un espejo. Observe su rostro, y vea.
-¿Qué quiere que vea?
-Vea que algo falta…
-¿Y qué faltaría?
-Las pecas, ya le he dicho… Tal vez las extravió…
Debiese tener más cuidado con esas cosas.
-Pues yo no veo nada raro… tengo lo mismo de
siempre…
-Entonces es peor: le falta lo mismo de siempre.
-¿Y cómo se supone que le puede faltar a uno algo
que nunca ha tenido?
-Así mismo, tal como usted dice: faltándole a uno
lo que uno nunca ha tenido.
-Usted ni siquiera sabe explicarse.
-Y usted ni siquiera sabe entenderse… No pude
siquiera comprender su propio rostro… No puede entender qué le falta…
-¿Y usted qué sabe de mí? ¿Acaso cree que por
intuir algo y detenerme en la calle ya me comprende usted más que yo misma?
-No dije que la comprendiera a usted… yo hablé de
su rostro… y de que debiese tener pecas…
-Pues entonces le doy a razón, si quiere, para
poder irme… Debiese tener pecas… ¿está contento ahora?
-Esto no tiene que ver con estar o no contento.
-¡¿Y con qué tiene que ver…?!–exclama ella,
molesta.
-Tiene que ver con comprender –dice él-. Solo eso.
Tras señalar esto, repentinamente, se formó entre
ambos un extraño silencio.
Entonces, ella pareció tomarse un descanso, y pensó
por un momento con seriedad sobre lo que él decía.
-¡Mire…! –exclamó de pronto él, tendiéndole el espejo.
-¿Qué ocurre? – preguntó ella, más calmada.
-Ocurre esto –insistió él-. Le acaba de salir la
primera peca.
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