Marco Polo cuenta asombrado sobre la costumbre de
algunos pueblos de casar a los hijos difuntos de dos familias. No importa si se
conocieron en vida. No importa tampoco si la muerte sucedió recientemente o años
atrás. Simplemente se acuerda el compromiso y se comienza el rito. Así, explica
que se celebra entre los padres de ambos hijos, una ceremonia imaginaria donde
pintan sobre trozos de papel un importante número de invitados, servidores y animales
de hermosa contextura. Asimismo, dibujan regalos, muebles, joyas y hasta las supuestas
dependencias donde podría haber vivido este matrimonio. Luego de esto,
simplemente se quemaban aquellos dibujos, y las familias de los hijos muertos,
según recuerdo, pasaban a considerarse como parientes entre sí.
Esta ceremonia, sin embargo, encontraba en regiones
más septentrionales algunas variaciones que derivaban incluso en una extraña
profecía. Dicha profecía hablaba de dos ancianos de sexos opuestos que vivían
en lo alto de dos cumbres hermanas entre sí. Cada uno de ellos, dedicaba su
vida a dibujar a sus descendientes y sus distintas posesiones. Así, desde
pequeños utensilios, ropas, servidores y viviendas, los dibujos de ambos
ancianos iban creciendo en magnitud llegando a desarrollar pequeñas villas,
pueblos y hasta imperios, que crecían incluso en herramientas, artes y
tecnología, al interior de los dibujos.
De esta forma, señala Marco Polo en su libro de
viajes, mientras la costumbre del dibujo sustituía a la de la verdadera descendencia
–puesto de la belleza de los dibujados sobrepasaba con creces los vicios de los
nacidos-, se vaticinaba el final de la vida del hombre en el mundo, quedando al
final solo esta pareja de ancianos distantes entre sí. Una especie de últimos
Adán y Eva que dan testimonio de lo que el mudo pudo ser y que no se consuman,
como pareja, condenándonos de esta forma a la extinción, aunque haciendo nacer, al
mismo tiempo, un mundo de imágenes perfectas e imperecederas.
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