Desapareció y no supo.
Pobrecita.
Todo comenzó como una fiebre,
que no sintió.
Había llovido por esos días.
En uno de ellos, se perdió.
Así, perdida, le ocurrieron entonces
una serie de cosas.
Encontró, por ejemplo,
un almacén que aún tenía
un teléfono público.
También,
conoció a personas que no eran buenas.
Y hasta caminó en medio de una marcha
por el centro de Santiago.
Fue ahí, por cierto, que me acerqué a ella
y la escuché hablar.
Era temprano.
Hacía un poco de frío.
En el aire se sentía el aroma de un café,
y ella tenía olor a tostadas.
La escuché hablar.
Nadie la escuchaba, a simple vista, salvo yo.
Sin saberlo, sus palabras presagiaban
que pronto desaparecería.
Imaginé, incluso, que llevaba una pancarta
alusiva a aquello.
“Voy a desaparecer”, decía esa pancarta.
“Como el amor de Dios, voy a desaparecer”.
Pobrecita.
Su voz sonaba apenas.
Si existía,
existía como espuma.
Sus pasos, no cargaban ya
la totalidad de su peso.
Puse atención a sus palabras:
Dijo que los bomberos dirigían el agua
a la casa que aún no estaba en llamas.
También, habló de un dolor pequeño.
Y hasta contó que, en un sueño,
había tomado el té
con Anne Carson.
Pobrecita, pensé.
Va desaparecer y no sabe.
Quise decírselo, entonces,
pero ya no estaba ahí.
En el suelo,
donde ella había estado,
podía verse ahora una pancarta olvidada.
Pobrecita.
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