sábado, 13 de abril de 2024

La foto sobre el elefante.


Cobraban diez dólares por la foto sobre el elefante.

Cincuenta si te daban un pequeño paseo y te agregaban cuatro fotos más.

En principio ella no quería, pero luego él la convenció de que sería un bonito recuerdo.

Además, como había poca gente, les habían ofrecido que podían subirse los dos, por el mismo precio.

El paseo fue muy breve (no más de cincuenta metros), pero las fotos estuvieron bien pues pudieron posar en medio de unos árboles y al lado de un estero por lo que parecían que hubiesen recorrido un gran tramo.

El elefante -al que llamaban Ismael-, incluso salía en una de las fotos levantando la trompa, y en todas parecía ser mucho más fuerte y salvaje de lo que realmente era.

Compraron un cuadro en el que eligieron poner justamente aquella foto, y lo dejaron en el pasillo, junto a las imágenes de otros viajes.

Años después, cuando ellos se separaron y abandonaron aquella casa (cada uno en una dirección distinta, por supuesto), ella se encontró de pronto frente a la foto sobre el elefante, dudando si llevársela o dejarla ahí, para que él se la llevase.

Así, mientras la observaba, notó por primera vez que el elefante miraba directamente hacia la cámara, directamente a los ojos de ella.

Pasó entonces uno de sus dedos sobre la imagen del animal, como si lo acariciase.

Fue un gesto tierno, por supuesto, y hasta algo triste.

Ni ella misma sabía, ciertamente, que era capaz de aquello.

viernes, 12 de abril de 2024

Disfraces.


En el piso de arriba hicieron una fiesta de disfraces. Como conocía a una de las chicas que vivía ahí, terminé siendo invitado. De igual forma no fui, pero así me enteré del asunto. La fiesta, por cierto, tenía una particularidad en el asunto del disfraz. Y es que los asistentes debían ir disfrazados de otro de los asistentes. No se admitían otro tipo de disfraces. En este sentido, yo, que apenas conocía a la chica que me invitó y a un par más, no hubiese tenido mucho donde elegir. Los otros, en cambio, formaban parte de un gran grupo que se conocía hace años, por lo que el requisito les era más fácil de cumplir.

-¿Por qué no viniste? -me preguntó la chica, días después, en el ascensor-. Como yo conté que venías hubo alguien que se disfrazó de ti y estaba igualito… Ya sabes, no solo en el vestuario, sino que imitamos formas de actuar y todo eso… Si quieres te mando fotos.

Yo acepté, extrañado. Nos agregamos en WhatsApp y yo me bajé en mi piso.

Minutos después me había compartido cerca de treinta fotos, en las que se veía, por supuesto, a un montón de personas en su fiesta, que parecía haber estado bastante relajada.

Sin embargo, por más que busqué no logré dar con nadie que estuviese disfrazado de mí. Recorrí en detalle cada imagen y no tuve siquiera un sospechoso.

Gracias. Le escribí poco después. Pero igual no me reconozco.

Nadie lo hace, me contestó ella, minutos después, junto a una carita feliz.

No quise insistir con el asunto.

jueves, 11 de abril de 2024

Visitante.


Fue por ese entonces que comencé a visitar distintas bibliotecas en Santiago. Tanto los días de semana, luego de la escuela, como el día sábado, desde muy temprano. Hacía una especie de ruta, dejando de lado solo aquellas que se encontraban demasiado lejos como para que, al visitarlas, me quedase un tiempo prudente para leer al interior de ellas. Organizaba mis visitas en un pequeño cuaderno, marcando aquellas que ya visitaba y anotando breves observaciones referidas mayormente al libro leído (o que estaba leyendo) en cada una de ellas. No es que hubiese muchas, por lo que, cada tres semanas, aproximadamente, volvía a comenzar.

Era como un tour, pienso ahora, en el que me dedicaba a leer un libro distinto en cada una (esta era otra de las reglas que seguía, sin saber por qué) durante el tiempo que duraba la visita, sin nunca solicitarlos para préstamo ni llevarlos a mi hogar.

No sé si lo analicé en ese entonces, pero supongo que, si me los llevaba, me quitarían tiempo del día siguiente, y además incitaría a otros a inmiscuirse y preguntar por mis lecturas, cosa que prefería guardar en secreto, solo para mí.

De esta misma forma, al visitar cada biblioteca esporádicamente, quienes atendían apenas reparaban en mi presencia, y no me veía obligado a contar nada extra ni responder preguntas incómodas, cosa que me habría pasado, por ejemplo, de haber ido siempre al mismo lugar.

¿Por qué dejé de hacerlo o qué cosas ocurrieron como para modificar esta conducta que duró cerca de dos años?

Pues lo cierto es que podría contarlo, pero preferiría no hacerlo.

Estoy en mi derecho, ¿no creen?

miércoles, 10 de abril de 2024

Esa tarde llegó triste.


Esa tarde llegó triste.

Se le notaba a distancia.

Parecía, incluso, derrotada.

Me saludó apenas con un gesto y se encerró en el baño.

Mientras ella estaba ahí yo preparé algo de comer.

Algo sencillo, rápido, pero que a ella le gustaba.

Escuché que abría y cerraba las llaves del lavamanos varias veces, pero no imaginé por qué.

Poco después, cuando salió del baño, fue directo hasta el sofá, frente a la televisión.

Entonces se quedó observándola, como si estuviera encendida.

Sin mirarme me preguntó si había vino.

Le dije que había una botella.

La abrí.

Le serví una copa y se la acerqué.

Luego de un rato ella la tomó, pero la sostuvo en una de sus manos, sin acercársela a la boca.

-Fracasé en las notas agudas -dijo entonces.

Como no supe qué decir nos quedamos en silencio hasta que ella bebió la copa.

Seguimos en silencio.

Sabía que debía decir algo.

-¿Todo lo demás estuvo bien? -le pregunté.

Era una pregunta de mierda, por supuesto, pero ya la había dicho.

Ahora debía esperar lo peor.

Para mi sorpresa, no fue así.

Me pareció incluso que sonreía cuando le acerqué la otra copa.

-Sí -dijo luego de un rato-. Todo lo demás estuvo bien.

Yo sonreí también, aliviado.

Vivimos un par de buenas semanas, desde entonces.

Nuestras últimas semanas juntos, por cierto.

Luego de esto me dijo que se iba, pues sentía que no era lo que yo necesitaba.

-A lo mejor soy como una nota aguda -le dije.

Ella asintió.

Tal vez debí decirle que no era ella quien debía decidir qué era lo que yo necesitaba.

Pero no se lo dije, por supuesto.

Así fue cómo ocurrieron las cosas.

martes, 9 de abril de 2024

Usted no aprenda la lección, debí decirle.


Usted no aprenda la lección, debí decirle, no la necesita. Supongo que merecía al menos eso, pero no lo dije. Supongo que primó en mí el rol de profesor y la dejé sola frente a su lección. Una lección tan grande como el mundo y por lo tanto inabordable. Y claro… ella quedó ahí, intentando aprenderla sin saber cómo. Supongo que intentó memorizar, clasificar, vincular las partes… ya saben, usar todas esas técnicas que supuestamente nos llevan al aprendizaje. Lo hizo y no lo consiguió, por supuesto, y quizá por eso desesperó y ocurrió lo que ocurrió. No sé si me explico… No es que sea culpable, pero digamos que puede hacer algo más. Pero aquello que podía hacer era en el fondo recomendarle no creer, no confiar en la lección… y por eso también me estarían acusando. En este sentido, si quieren puedo ser levemente culpable… puedo admitir esa leve culpa que probablemente tengamos todos, más allá del rol que cada uno desempeña. De hecho, si lo piensan, yo era el menos indicado para recomendarle otro camino… ¿Debí decirle acaso que abandonara la lección? ¿Debí confesarle que en el fondo era imposible de aprender y que nadie sabe…? ¿Es eso, acaso, lo que debía hacer? ¿Pueden ser más claros y decirme de una vez de qué se me acusa? ¿Pueden hacerlo, por favor…?

lunes, 8 de abril de 2024

Un jinete para seis caballos.


Soñé que había seis caballos y un jinete.

En el sueño, por cierto, yo me escuchaba decir que no sabía decir quién soy.

Era una frase extraña, por supuesto, y algo absurda, pero es lo único que recuerdo haber dicho en aquel sueño.

Las otras cosas que recuerdo solo son imágenes.

Imágenes fragmentadas, por cierto, que debo unir para dar con el paisaje del sueño en su plenitud: seis caballos y un jinete, como escribía en un inicio.

Ni siquiera recuerdo dónde estaban esos caballos.

A veces me parecía mirar, incluso, desde dentro de uno de ellos.

Otras veces, supongo, observaba todo aquello desde dentro del jinete.

Jinete y caballos que, pese a todo, no eran yo.

¡Qué absurdo parece al escribirlo…!

Y, sin embargo, desde dentro mío -incluso en la vigilias-, no me parece en lo absoluto así.

Solo sé que yo no era una de las siete figuras de aquel sueño.

Pero como el sueño estaba dentro mío, yo tenía el derecho (por decirlo de alguna forma) de estar -sin estarlo-, ahí.

Fue así que, casi al final del sueño, comencé a preguntarme por qué podía asegurar que el hombre que ahí estaba era efectivamente un jinete.

Y me lo pregunté, por cierto, porque el hombre no montaba ningún caballo, simplemente estaba ahí.

Respecto a los caballos, también me hice preguntas.

Pero no podía evitar que fuesen preguntas simples: cómo cuántos eran, por ejemplo, y poco más.

Y es que a veces -debo confesar-, un soñador para un sueño tampoco es suficiente.

Sobre todo, si se instalan las preguntas y no hay nadie (dentro de uno) que las sepa contestar.

Ahí quedan entonces los caballos, y el jinete.

Si usted se esfuerza, los puede observar.

domingo, 7 de abril de 2024

¿El sarcófago sin momia o la momia sin sarcófago?


I.

-¿Qué prefieres? -me dijo-. ¿El sarcófago sin momia o la momia sin sarcófago?

-¿Qué prefiero para encontrar? -pregunté.

-Sí -me contestó-. Para encontrar o algo así… ¿qué prefieres?

Yo me lo pensé un rato, pero finalmente no supe qué contestar.

Él me observaba y parecía molesto con mi silencio.

-Parece que en el fondo no te interesa abrir la cripta -me dijo, con desgano.

-No es eso -dije entonces-. Pero es difícil de explicar.

-Pues si es difícil de explicar mejor no lo expliques -lanzó, molesto-. Casi siempre es algo equivocado.


II.

No lo dije, por supuesto, pero lo que pensé en ese momento fue que prefería ser la momia. Más aún, pensaba que me interesaría ser la momia no encontrada, o hasta el vacío de la momia, en un sarcófago vacío.

Entonces, pensé que el problema de fondo es que nunca me ha gustado encontrar. O no lo disfruto, al menos. Y es extraño, porque debo admitir que sí me interesa buscar. Es decir, lo que me gusta es buscar y no encontrar. Buscar sin saber bien qué busco y sospechando (casi siempre) que se trata de algo inencontrable.

Como ocurre aquí, digamos, sin que otros puedan sospechar siquiera que tú busques.

Ciertamente: como ocurre aquí.

sábado, 6 de abril de 2024

Los astronautas estaban bajo tierra.


I.
Soñé con una frase. Estaba escrita en un papel que encontraba en el piso. “Los astronautas estaban bajo tierra”, decía el papel. La letra con que estaba escrito era cuidada y elegante. Me pareció, en el sueño, que había sido escrita por una mujer mayor. No sé bien decir por qué, pero eso es lo que me pareció. El papel era blanco, indistinto a otros papeles. Recuerdo haberlo olido, pero no capté, cuando lo hice, ningún olor en especial. Luego lo doblé y lo guardé en uno de mis bolsillos. En el sueño, por cierto, no había nada más. Solo un poco de frío y a veces viento, pero nada más. Luz, tal vez, pero no sé desde donde venía. Luz solamente, sin sombras. Luz blanca.


II.
Los astronautas estaban bajo tierra. Ahora no, pensé, mientras salía del sueño. Estaban bajo tierra, es cierto, pero no sabemos realmente cuál es su sitio. Nadie lo sabe, en todo caso, y tampoco los astronautas. Al fin y al cabo, todos hemos estado bajo tierra, concluí, al despertar. Por ende, me dije -siguiendo una lógica extraña-, todos somos astronautas.


III.
Suelo anotar las frases que aparecen en mis sueños. Las anoto en papeles que dejo en mi velador, siempre escritos con una caligrafía distinta. A veces descubro que eran parte de un libro que había leído hace poco, pero por lo general ya ni las busco. Simplemente amontono los papeles y los leo al despertar. Luego no vuelvo a leerlos más. Tampoco, por cierto, los sueños se repiten. No soy yo quien dijo esto.

viernes, 5 de abril de 2024

Llegar con el vuelo.


Llegar con el vuelo. Como cuando andas en bicicleta y ya has dejado de pedalear. Probablemente también pase al conducir un auto, pero lo cierto es que no manejo. De hecho, hace varios años, solo uso bicicletas con piñón fijo. De esas en que no puedes, mientras esté en movimiento, dejar de pedalear. No sé explicar muy bien por qué solo uso de estas bicis, pero supongo que me gusta la sensación que producen. No el cansancio (que también), sino esa sensación que te hace sentirte responsable de cada metro que avanzas. Ninguno es gratis, digamos. No totalmente. Aunque vayas calle abajo.

Igualmente, el asunto acá (en este texto) es más bien doble. Me refiero a que no solo solo se trata de ir con vuelo sino también de la idea de llegar con él. Es decir, de cruzar la meta ya sin pedalear o tenderse en la cama con el impulso del día. Soñar por inercia digamos. Arrastrando lo que te dejó el día. O cocinar con sobras. Y es que a veces es lo único que queda, es cierto, pero si puedes elegir me parece que no está bien. Aunque yo misma a veces lo haga, lo cierto es que no está bien. Vuelvo a subirme, entonces, a la bicicleta con piñón fijo.

jueves, 4 de abril de 2024

Casi nunca al primer infarto.


I.

Él había leído que, a su edad, casi nunca te morías al primer infarto.

Lamentablemente, parece que a él se le adelantó el último y murió, justamente, a causa del primero.

Su hermana me llamó para contarme de lo ocurrido y para decirme que me quedara con sus libros, pues nadie más en la familia los quería.

En principio pensé que era un cebo para que fuese al funeral, así que me ofendí y decidí no ir.

Días después, sin embargo, volvió a llamar su hermana para decirme que fuese a buscar los libros.

Y yo fui.


II.

Pensé que iba a estar la hermana, pero ella me dejó las llaves con un conserje.

Subí hasta el sexto piso, donde estaba su departamento y entré al lugar.

Todavía estaba revuelto y parecía el hogar de alguien que aún estaba vivo.

Entonces fui hasta unas repisas que tenía y revisé un par de libreros.

Fui sacando todo lo que podía considerarse libros y los apilé al lado de un sillón, para revisarlos.

En total eran poco más de trescientos.

Pocos para los que pensaba que podía haber tenido.

Todos, eso sí, estaban en muy buenas condiciones.


III.

Días después, cuando hablé nuevamente con su hermana, le pregunté si quería darle a alguien más los libros pues solo había diez o doce que yo no tenía.

Ella me contestó que no, que prefería que no… que los donara o los vendiera o viera yo qué hacía con ellos.

Intenté alargar un poco más la conversación, pero no pude.

Ella colgó, simplemente, y no volvimos a hablar.

Los libros que yo no tenía, por cierto, eran casi todos, biografías.

Las únicas que destacaban entre ellas eran dos escritas por Peter Ackroyd.

Lloré un poquito cuando leí la de Newton, pero no sabría decir por qué.

Estos días comenzaré a leer la de Poe, aunque extrañamente no me entusiasma demasiado.

miércoles, 3 de abril de 2024

¿No creen?


Cada dos semanas, aproximadamente, M. toma todo lo que hay en su refrigerador. Luego lo corta y lo sofríe. En una tienda cercana compra masas para horno. Y hace empanadas que suelen durarle casi toda una semana.

-Es como la multiplicación de los panes -me dice, riendo-. Yo ya ni lo analizo porque me parece magia.

Yo le doy la razón.

Mientras tanto, desocupo el horno de mi cocina, pues M. no tiene horno.

Mientras se hacen las empanadas (generalmente las ponemos en dos tandas), solemos hablar de libros y películas.

Nos llevamos bien, aunque no tenemos muchos gustos en común, salvo Godard y Patricia Highsmith.

Ella me recomienda libros que yo no voy a leer y yo hago lo mismo, desde mi lado.

Lo mismo con series y películas.

Cuando sale la primera tanda de empanadas comemos un par juntos y tomamos té, café o cervezas.

Eso depende del día, por supuesto.

Generalmente les hecha un poco de queso para unir los fragmentos que a veces prefiero no reconocer.

Cuando se va, me suele dejar dos o tres más que yo llevo al trabajo al otro día.

Cuando no estoy en mi casa suelo dejarle las llaves para que ocupe el horno sin problemas, pero ella prefiere no ir.

Por eso decía en un inicio que esto ocurría cada dos semanas, aproximadamente.

Después de todo, un día más o un día menos, no suele ser de gran importancia.

¿No creen?

martes, 2 de abril de 2024

Comer donde Spinoza.


Fuimos a comer donde Spinoza.

Nos atendió muy bien.

Llevamos unas cuantas cervezas heladas en un cooler porque él no tiene refrigerador.

Ni frío ni calor artificial, suele decir, aunque no siempre entendemos sus referencias.

Cuando llegamos estaba concentrado picando verduras en una tabla de madera.

Usaba un cuchillo muy grande y antiguo, con mango de nácar.

La tabla, en cambio, era bastante nueva, y tenía la forma del halcón milenario de Star Wars.

Las verduras nos parecieron pimentones, aunque no podíamos estar seguros.

Solo vimos pequeños fragmentos de colores que Spinoza seguía trozando mientras nos hablaba de su semana y nos preguntaba por la nuestra.

Todo normal, casi bien, podría resumirse lo que dijimos todos.

Mientras él seguía picando verduras sacamos unas cervezas y nos sentamos cerca suyo.

Pusimos un disco que no tenía señas y que resultó ser de Daft Punk.

En un momento pensé que estaba dañado, pero luego comprendí que era así.

Me refiero al disco, por supuesto, no a Spinoza.

Y es que él sí estaba dañado, claro está, aunque no mucho más que todos.

Eso saltaba a simple vista mientras los observaba seguir aplicando cortes en esos fragmentos de verduras que ya casi parecían polvo.

Pasó así la primera hora (él cortando verduras mientras hablaba con nosotros), hasta que de pronto decidimos encargar unas pizzas.

-Disculpen lo de la comida -nos dijo, un tanto triste-, siempre me pasa lo mismo…

Contestamos que no se preocupara y -una vez que llegaron-, le advertimos que no intentara hacer más cortes a las pizzas.

Le dijimos que con los que venía ya eran suficientes.

-Es cierto -admitió-. Todos venimos con los cortes suficientes.

Asentimos.

Comimos y bebimos mientras jugamos a un juego de mesa que él mismo había creado.

Era un juego cooperativo, pero extrañamente solo uno podía ganar, al final.

Parecía una contradicción, pero era cierto, convenimos.

Así se nos pasó la noche.

Cuando dieron las tres nos despedimos de Spinoza, llamamos un uber y luego nos marchamos.

Tal vez, pienso ahora, debimos pedir dos.

Quién sabe.

lunes, 1 de abril de 2024

Cambiar las cosas.


“Bien -dijo-, finalmente el Hombre Corriente
se enfrenta al Poderoso Señor del Mundo.
Claro que tú no eres muy corriente
y yo no soy muy poderoso.
No estamos en situación de cambiar las cosas.”
A. G.



Cambiar las cosas.

En eso estamos, te dicen.

Todos dicen eso.

Así y todo, parecen temerosos de cualquier alteración ajena.

Ajena en cuanto no ha sido provocado por ellos, me refiero.

El quiebre de una ley, la modificación de una creencia…

Un pequeño movimiento de tierra, por ejemplo.

¡Y es que llegan a gritar, algunos!

Gimen cuando muere alguien cercano, se quejan cuando el dinero escasea…

Incluso algunos gimen cuando el dinero escasea…

A veces pienso que no saben bien cómo actuar.



No sé por qué, pero me acuerdo ahora de una señora que atendía un almacén.

Era muy mayor y de pronto se equivocaba con el vuelto que te entregaba.

O te entregaba un poco de más, o peor aun, un poco de menos.

Nunca el vuelto correcto, aunque no me explico por qué.

El hecho es que la gente alegaba siempre cuando le daban de menos, por supuesto.

Pero pocos avisaban cuando le entregaban de más.

Y también había otros -unos pocos, claro-, que no se percataban ni de lo uno ni de lo otro.

Desde fuera, yo podría haber parecido uno de aquellos, pero lo cierto es que sí me daba cuenta.

Simplemente pensaba que lo que me daban de más se compensaría en un momento dado con lo que me daban de menos.

No había por qué hacer escándalo.

No teníamos necesidad de complicarnos.

La mujer, por cierto, cerró el local cuando empezó a entregar otros productos que los que la gente solicitaba.

¡Justo cuando empezaba a ponerse emocionante todo aquello!



Dicho esto, ¿vuelven a decirme ustedes que están cambiando las cosas?

Guarden silencio, mejor.

Tengan decencia y avergüéncense un poco.

Ojalá, cuando vuelva a encontrarlos, estén en eso.

domingo, 31 de marzo de 2024

El mundo sin hechos sigue siendo el mundo.


Estuve pensando. Largo tiempo estuve pensando. De hecho, incluso llegué a pensar sobre el hecho mismo de estar pensando. La acción que remite a otra acción, me dije. Si es que pensar era una acción, por supuesto. Luego, quise encontrarle un predicado a aquella frase, pero no hubo caso. “La acción que remite a otra acción”. Como frase, siguió simplemente así: desnuda. Esa ineficacia, comprendí entonces, también era un hecho. Y eso me tranquilizó un poco. Una acción insustancial, en todo caso, o una acción de otro tipo. Pero una acción tenía que considerarse, por definición al menos, como un hecho. El mundo sin hechos sigue siendo el mundo, dije entonces. Y como me gustó como sonaba aquello escribí esa frase y decidí utilizarla como título de un breve texto. Luego de escribirla, sin embargo, comencé a observarla. Primero la observé en superficie. Únicamente como significante, la observé. Pero luego, no pude pensar intentar pensar aquello que había escrito y la frase entonces me pareció -desde su significado-, flotar inerte sobre la superficie -en la superficie de su significante-, como un muerto. Igual no es grave, debí decirme. Pero lamentablemente no lo hice. En cambio, busqué justificarme y bajo el título que había escrito comencé a agregar otras palabras, a modo de excusas. Igual nadie se da cuenta, pensé. Y lo escribí.

sábado, 30 de marzo de 2024

Yo funciono así.


-Yo funciono así, pero ellos no entienden -me dijo-. No entienden que lo hago por su bien… que mi funcionamiento es así por ellos, en el fondo…

-Pero usted... -intenté decir.

-No me interrumpa -me dijo, alzando la voz-. No sea usted como ellos. Estoy seguro que iba a acusarme, ¿no? Que les he quitado cosas, que tienen menos que antes…

-Pero es así… por supuesto que tienen menos -lancé.

-¡Claro que tienen menos! -me dijo-. ¡La clave está en eso...! Le das menos de lo que les has quitado. Pero al darle menos, aunque no lo creas les estarás dando algo más…

-¿Qué más? -pregunté.

-Algo más -siguió diciendo-. Algo importante… les comprimes la felicidad para que puedan localizarla, les agrandas el desierto para que valoren más el oasis… Usted al menos trate de entender, porque ellos no quieren… ¡Puedo darles mil ejemplos, pero no quieren aprender! No pueden cargar más cosas sobre ellos, no tienen espalda para eso… Yo los aligero, en el fondo.

-Lo que falta también se carga -dije.

-Escúchese, Vian -dijo entonces, con un tono condescendiente-. Escuche la metáfora hueona que ha dicho.

No supe que contestarle.

Incluso consideré que podía tener razón.

-Parece que alguien le ha quitado también el poco talento que tenía y le ha devuelto una migaja… -me dijo-. No sea hueón y no se la arroje a esos pájaros. No saben distinguir piedras de migajas.

-Pero… -intenté decir.

-Pero nada, Vian -concluyó-. Ya está todo dicho. Usted ya no cree ni en argumentos ni en metáforas ni en palabra alguna…

-Tampoco en las suyas, entonces -le dije. Pero el fingió no escuchar.

Había sacado el teléfono y observaba algo en la pantalla. Luego, sin más me dio la espalda, y se marchó.

En otro momento, pensé, ese habría sido su error, y esto tendría un final más digno.

En otro momento, repetí.

viernes, 29 de marzo de 2024

Dejar el refrigerador abierto.


Fue en verano cuando dejó el refrigerador abierto. Hacía un calor insoportable y sin mediar lógica alguna lo llevó hasta su pequeño cuarto y abrió la puerta blanca, para que enfriara el lugar. Sorprendentemente, la decisión parecía dar buenos frutos, pues le pareció que la temperatura bajaba un poco. Feliz y orgulloso de su decisión, se tendió entonces sobre la cama, consciente de la presencia del refrigerador, que vibraba y emitía una pequeña luz desde su interior, que también parecía helada.

Como el calor siguió en los siguientes días, él decidió dejar el refrigerador en su cuarto. De hecho, sacó todo lo que había en él hasta dejarlo totalmente vacío. Así, abierto en su cuarto como si fuese un portal, el refrigerador pasó a ser parte de aquel cuarto, donde seguía siendo necesario.

Él, en tanto, comenzó a pasar todo el día, frente a él. Observándolo absorto como si el electrodoméstico tuviese algo que decirle. A veces, él mismo tenía ganas de hablarle, de comentarle alguna cosa o de simplemente darle las gracias. Aunque por supuesto no lo hacía, pues temía que pensaran que se había vuelto loco o algo parecido.

-Te lo cuento a ti porque nunca juzgas -me dijo, cuando me lo contó-. Pero ahora ya es otoño y creo que lo dejaré ahí, simplemente, por alguna emergencia.

-Claro -dije yo-. Además está el asunto ese del cambio climático…

Mi naturalidad pareció dejarlo tranquilo. Alegre, incluso.

Tal vez por eso fue que se animó a contarme sobre el problema del hielo.

Sin embargo, apenas terminó de hablar, pareció avergonzarse y salió corriendo del lugar, excusándose.

Intenté decirle que no se fuera, que no era su culpa… que el hielo se comportaba así con todos.

Pero no quiso escucharme.

-Allá él -me dije-. Allá todos.

jueves, 28 de marzo de 2024

Cosas peores.


I.

-Hay cosas peores -me dijo.

-¿Peores que qué? -pregunté.

-Da lo mismo de qué -me contestó-. Siempre hay cosas peores que otras. Piense en eso.

Y claro, yo lo pensé.

De hecho, fui haciendo una especie de escala de coses peores.

Unas peores que otras, por supuesto.

No sé si me sirvió para algo importante, pero al menos me mantuvo ocupado.

Aunque claro, mantenerse ocupado también es algo importante.

O debiera serlo, al menos.


II.

-Piénsalo mejor como una suma de fragmentos -la escuché decir-. Fragmentos pequeños. Ridículamente pequeños. Y como lo ridículo suele darnos risa ríete de ellos. No burlándote, por supuesto, porque en el fondo tú estás presente en esos fragmentos. Ríete con alegría simplemente, como cuando te caes tú mismo y no te duele y entonces te ríes. No sé si me entiendes, pero igual te lo digo: todos los fragmentos son parte de ti.

-¿Absolutamente todos? -escuché decir a otra voz.

-Bueno… casi todos -contestó ella, con naturalidad-. Todos menos uno, en realidad.


III.

-No parecerá una historia, pero debes contarla así -me dijo esa vez, antes de despedirse-. Después de todo, las historias no se construyen siempre de la forma en que te enseñan.

Yo asentí.

-Además -agregó-, no todas importan.

Después de un rato, recuerdo haberle preguntado si la nuestra era una historia de las que importan o de las que no.

Ella contestó, por cierto, aunque no recuerdo su respuesta.

Luego se despidió y se marchó sin más.

-Hay cosas peores -me dije.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Explosiones, desde dentro.


Era una casa que había sufrido varias explosiones dentro. Explosiones concretas, por cierto. Explosiones que no eran metáforas. Así al menos lo explicaron cuando me presentaron el lugar.

Ellos vivían hace años en aquella casa. Sin apenas salir. Decían que la mayoría de las explosiones habían ocurrido antes, pero que igual ocurrieron dos o tres pequeñas mientras vivían ahí.

-Igual las paredes aguantan todavía -dijeron-. Se desmoronan un poco, se agrandan las grietas, pero luego volvemos a repararlas un poco y seguimos aquí. No es un mal lugar después de todo.

Yo observé el lugar y pensé que era cierto. Que, a pesar de todo, era cierto.

-¿Piensa quedarse muchos días? -me preguntaron entonces.

-Todavía no lo sé -les dije-. No quiero molestarlos. Solo vine para ver si era cierto lo que se decía de este lugar… Lo de las explosiones, justamente.

Se miraron entre ellos y luego asintieron.

-Mientras pague lo acordado todo irá bien -dijeron-. Pero de todas formas le advertimos que lo que es cierto casi nunca puede verse, y las explosiones han ocurrido muy a lo lejos…

-No se preocupes -les dije. No vengo a exigirles nada.

Me llevaron entonces ante el cuarto pequeño que estaba en el ático. Había un catre, una mesa y una silla.

No necesitaba mucho más.

Ya a solas en aquel lugar cerré los ojos, respiré hondo y me dispuse a esperar, simplemente.

Todo lo que fuese necesario.

martes, 26 de marzo de 2024

Voz, si quieres.


Voz, si quieres.

Nada más que voz.

Voz como agua, si la necesitas.

Pero te lo advierto: no bebas de aquella que no te pertenece.

No bebas de aquella que no reconoces como tuya.

Déjala ir, mejor.

Obsérvala alejarse.

Seguir con su ciclo hasta que deje de ser voz.

Hasta que deje de ser agua, si es posible.

Después de todo, una voz no escuchada, deja de ser lo que era.

Y el agua no bebida no es distinta a una piedra.

¿Recuerdas que una vez, de pequeña, me lo preguntaste?

¿Para qué sirve una piedra?, fue lo que me dijiste.

Y tras mi respuesta inútil, debiste aclararme:

No para qué nos sirve a nosotros, sino para qué sirve ella misma.

Y claro, esa voz tuya quedó rondándome desde entonces como si fuese mía.

Como una pregunta que se ha revelado de pronto como una respuesta.

Llámala voz, si quieres.

Yo al menos la llamo así.

Nada más que voz.

Llamémosla así y bebamos de ella como si fuese agua.

Antes de que crezcas, me refiero.

Antes de que tu voz se vuelva tan tuya que te sea imposible compartirla.

Y es que no tuve respuesta, es cierto.

Y todavía no la tengo.

Sabemos, sin embargo, que no siempre es necesaria.

Eso es lo que he aprendido.

lunes, 25 de marzo de 2024

El recuerdo, por supuesto.


Mi tío que de niño cantaba mirando la pared.

Ese será el final del texto.

Antes el recuerdo, por supuesto.

El recuerdo de lo que vi, me refiero, no de lo que me contaron.

Mi tío mueblista, por ejemplo.

Mi tío cortando madera y pidiéndome que le ayude a armar algunas cosas.

Y claro, yo aprendiendo mientras intento no fallar.

Entonces -fallando, por supuesto-, el recuerdo viaja también por otros sitios.

Mi tío que era fuerte, sin duda; pero que de pronto parecía no serlo más.

Mi tío cargando cosas y luego pidiéndome ayuda para cargarlas.

Cambiando a ojos de todos, esta vez, pues era evidente al verlo.

Mi tío envejeciendo, a fin de cuentas.

Y envejeciendo solo, después, cuando lo debieron abandonar.

Y claro… llegan entonces los años en que uno mismo dejó de verlo.

Apenas un saludo, digamos, y poco más.

Luego la sorpresa simplemente al verlo más delgado.

La pena, incluso, en primera instancia.

Y la comprensión después.

Si es que hay, siempre es después.

Te ayudan un poco los otros cuando comienzan a hablar de él.

Y tristes, también, en parte, se permiten comparare cuando era niño.

Cuando también -aunque de otra forma-, era frágil.

Vergonzoso, pero haciendo igualmente algo para los otros.

Ochenta años atrás, la imagen, mientras los otros escuchaban.

Mi tío que de niño cantaba mirando la pared.

domingo, 24 de marzo de 2024

Una vez llegué a una isla.


Una vez (hace mucho) llegué a una isla. Y en la isla, poco después, llegué a una cumbre. Me sentí entonces como un héroe cumpliendo pruebas. No tan fuerte, digamos, pero al menos estaba orgulloso de esos logros. Por lo mismo (como me gustó la sensación) quise hacerlo nuevamente. En otra isla, por supuesto. Y con otra cumbre, al interior de esta. Lamentablemente, esta vez no funcionó. Es decir, sí llegué a esa isla y alcancé esa cumbre, pero no sentí una mierda. Pensé entonces que debía buscar un desafío mayor. Una isla más remota, por ejemplo, y una cumbre más alta. Tiempo después, por cierto, logré hacerlo. Casi volvió el orgullo, esa vez. Pero tampoco funcionó, si soy sincero. Lo analicé y decidí entonces intentarlo a la inversa. Descendí hasta una profunda sima y tras cuestionarme qué era lo opuesto a una isla busqué una ciudad bajo el agua. No encontré una ciudad, en todo caso, pero alcancé profundidades en las que encontré restos y cosas que debieron dejarme satisfecho. Otra vez, sin embargo, no ocurrió así. La sensación asociada a ser un héroe seguía siendo esquiva. Había otras, ciertamente, por esa al menos no estaba. En cambio, surgió entonces (o me hice consciente de él, no sé), un orgullo distinto. El orgullo de uno mismo, digamos, aunque nos sepamos débiles. Ese que existe más allá de si hay o no hay cumbre. Ese que se sustenta simplemente en no ceder ni abandonar. El que se manifiesta al decir presente cuando dicen tu nombre. Ese nombre que tú creaste, no el otro. Y al no dejar, en definitiva, que otro conteste por ti.

sábado, 23 de marzo de 2024

Me vino a la mente un nombre.


Me vino a la mente un nombre.

Sin que lo llamase, llegó.

Por lo mismo, su llegada me sorprendió, al menos en un inicio.

Luego, la sorpresa se transformó en intranquilidad, y hasta en una especie de alboroto.

Sí, alboroto.

Igualito que el causado por un alce en esos videos gringos en que ingresan a una casa.

De todas formas, debo reconocer que la casa en la que habría entrado el alce, ya estaba un tanto alborotada.

Así, ocurrió que el nombre que entró como un alce, transformó un caos en otro.

Y un caos nuevo, por supuesto, siempre es más caótico que un caos conocido.

O eso al menos pienso yo.

De hecho, creo que eso es lo que pensaba cuando de pronto me vino a la mente un nombre.

Un nombre que no era el mío y que hace unas líneas recordaba perfectamente, aunque ahora lo he olvidado.

Es extraño, pero cuando intento recordarlo llegan otros nombres en vez del que se ha ido.

Y es que el nombre que intento recordar solo llega sin que lo llames.

Si lo piensas, es lo mismo que salir de la casa e intentar llamar al alce.

¿Ridículo, no?

O eso al menos pienso yo.

viernes, 22 de marzo de 2024

Suena mucho este teclado.


Suena mucho este teclado. Tanto así que me incomoda. Y esa incomodidad, por supuesto, afecta mis escritos. Los mal-afecta, digamos. De hecho, si no fuese por el sonido del teclado estoy seguro que ya sería Vonnegut o Dostoievski. Pero claro, como mis oídos no son los de Beethoven, mi talento me abandona. Se aleja del ruido del teclado de igual forma como Dios se aleja de los hombres. Y así es como todo se pudre. O comienza a hacerlo.

-¿A qué te refieres con que suena mucho?-, me preguntan.

-A que suena mucho, po hueón -contesto-. Simplemente a eso.

-¿Pero cuánto es lo que suena? -me insisten.

-¿Quieres una cantidad? -consulto.

-Claro.

-Pues suena mas que la cresta -detallo.

Y como no me dicen nada, aprovecho de agregar:

-Justo lo suficiente para contaminar mi talento.

Sé, por cierto, que lo anterior puede sonar a excusas. Pero puedo asegurarles que no exagero. Y es que incluso cuando no se usa esta sonando ese teclado. Como si fuese un piano de esos que se programan para que reproduzcan alguna melodía. O un viejo al que le cuesta respirar y se ve obligado a hacer ruiditos mientras se acerca la tarde, tras desaprovechar el día.

Y claro… ya ven que eso pasa.

jueves, 21 de marzo de 2024

Razón.


A veces no soy.

O casi no soy.

Apenas un campo de fuerza, es lo que soy.

Una barrera que protege algo que no es.

Y que lo protege débilmente, por cierto.

Y lo protege de nadie.


Esto no es nuevo, en todo caso.

No es nuevo, pero lo descubrí hace poco.

Lamentablemente lo descubrí hace poco.

Ya saben, deteniéndome un tanto y fijándome en mí.

Y percibiéndome entonces apostado en otro sitio.

Obligado a proteger eso que soy: algo lejano.


¿Por qué un campo de fuerza?, me digo entonces.

Pero mi decir, ahora, es inútil.

Y es que la voz de mi voz no me llega.

O no la digo. O no la oigo.

Después de todo, solo soy un campo de fuerza.

Uno que no sabe en el fondo qué protege, ni de qué.


Donde estoy, detengo al viento, como un cuerpo.

En ese sentido, si lo pienso, no soy tan distinto a un cuerpo.

La ausencia, sin embargo, es evidente cuando se trata de mí.

Cuando comprendo que no estoy.

Cuando comprendo que no sé.

Y cuando concluyo, entonces, que soy apenas un campo de fuerza.


Si es que soy, eso es lo que soy.

No es que me conforme, pero lo acepto.

Me resigno a ser un signo, podría decir, bromeando.

¿Crees que tengo razón?

miércoles, 20 de marzo de 2024

Incorporado al inventario.


Demandó a la empresa porque descubrió que lo habían incorporado al inventario.

Igual que si fuese un mueble o un artefacto propiedad de la empresa.

En concreto, lo que descubrió fue que su nombre estaba junto en medio de los escritorios y las pizarras de corcho.

Y eso, por supuesto, le parecía una afrenta.

Un verdadero despojo, recuerdo que decía.

Yo lo escuché, por supuesto, y hasta vi las fotos del inventario.

Debo reconocer que me pareció en principio algo chistoso, pero desistí de reír o de bromear pues él se lo tomaba demasiado en serio.

Fue entonces que me contó que ya se había puesto en contacto con un abogado y que pensaba iniciar una demanda.

Me han despojado de mi condición humana, repetía.

Me han humillado al tratarme como si fuese un simple objeto.

Me dediqué a escucharlo aquella vez, y a asentir, simplemente.

Mientras lo hacía, pensaba que justamente lo estaba mirando como si fuese un televisor, sin interactuar con él.

Por supuesto, no se lo dije.

En cambio, comencé a mirar el lugar – estábamos en un bar, cerca de su trabajo-, y mientras miraba a las personas y a los objetos de aquel sitio, me di cuenta de pronto que mi afecto se inclinaba, indudablemente, más por los objetos.

En este sentido, concluí que para mí sería un halago si me descubriese en un inventario, y me incorporaran de esa forma al mundo que ocupo.

Él, en cambio, según supe, persiste todavía con la demanda.

Y al parecer la va a ganar.

Sea lo que sea que signifique aquello.

martes, 19 de marzo de 2024

Lo escuchamos gritar, antes de dormirnos.


Lo escuchamos gritar, antes de dormirnos. Casi siempre ocurre así. Se trata de gritos extremadamente fuertes. Destemplados. Gritos con los que, sin duda, ha de dañarse su garganta. Esto nos apena, por supuesto, pero incluso los doctores han optado por decirnos que lo dejemos gritar, que esa es simplemente la forma de dañarse que él ha elegido. Por supuesto, indirectamente, a nosotros también nos daña. Así, ocurre que nos miramos, simplemente, cuando él comienza a gritar. Fingimos que no oímos o que se trata de un ruido que viene de otro lado. Por suerte, nos hay palabras, en los gritos. No hay mensaje ni significados más allá. De todas formas, no podemos ocultarnos que el grito, en el fondo, está dirigido a nosotros. No sé si como reclamo o como llamada de auxilio o como expresión de sí mismo, para recordarnos que está ahí. Para decirnos que permanece ahí donde lo dejamos y donde un día, esperamos, deje también de gritar, y comprenda que esa forma de expresión acelera el desgaste que ya es terrible de por sí. Tal vez por eso, mientras nos dormimos, intercambiamos miradas mientras oímos los gritos. Y descubrimos al mirarnos que hay comunión entre nosotros. Un vínculo firme que no sé si existiría sin los gritos. Es decir, sin el daño que otro elige sufrir, por nosotros. Nos miramos a los ojos, decía, y estoy seguro que ambos sentimos lo mismo antes de dormir. En medio de las sábanas, en medio del grito y en medio de un mundo que, pese a todo, permanece tranquilo e inalterable.

lunes, 18 de marzo de 2024

Cruzar el río.


Para jugar verdaderamente había que cruzar el río. Alejarse un poco de la casa y acceder a esa zona que, si bien no estaba prohibida, les hacía sentir un poco más libres. O más lejos del control.

Esto, sin embargo, no dice relación con alejarse del control de los adultos o liberarse de sus normas o restricciones, sino más bien con alejarse de quienes eran ellos mismos en el lado original del río. De su propio control, digamos. Salir de sus propios bordes. Y hasta cambiar sus nombres por otros, una vez llegasen al otro lado.

Por ejemplo, estaba el caso de Miguel, quien luego de cruzar solo el río (en su zona no había otros muchachos de su edad), pasaba al otro lado transformado en dos o hasta tres personas distintas, todas ellas con ansias de jugar a lo que fuese que allí se les propusiera, pues ya en ese lado, ciertamente, no había opción de negarse.

Sobre la naturaleza de los juegos, por cierto, aclaro que no haré referencia, pues es parte esencial del compromiso que he adquirido con todos aquellos que me han contado su experiencia al otro lado.

Con todo, lo que realmente me intriga de todo aquello es la razón que los llevaba a regresar al otro lado del río. Al sector de inicio, digamos. O al menos, al sector desde donde ahora leen estas pocas palabras.

Yo, por supuesto, situado en el río mismo (lo suficientemente bajo y tranquilo como para no correr peligro alguno), se los pregunto una y otra vez cada vez que pasan, pero ellos solo sonríen o contestan con enigmas y evasivas, que no alcanzo a descifrar.

-Regresamos para volver a ir -me han dicho algunos, por ejemplo.

-Cruzamos el río para no tener que olvidar -han dicho otros.

Así y todo, no quiero interpretar mal esas palabras y llenarlas de mi propio significado.

Van y vienen del río, me limito a decir entonces.

Van y vienen, para poder regresar.

domingo, 17 de marzo de 2024

Tarde, aunque no quieras.


A veces ya es tarde, aunque no quieras.

Tarde para ser bueno, por ejemplo, o para buscar una mejor opción.

Eso hablaba con J. el otro día, cuando nos encontramos a la salida del concierto.

Fue ella la que me reconoció en un inicio y se acercó a conversar.

Cruzamos unas palabras, en medio de la gente, pero no lográbamos escucharnos bien.

Por eso, mayormente, nos fuimos a un bar; para tomar algo y hablar un poco más tranquilos.

Fue entonces que ella dirigía la conversación al tema de la inevitabilidad.

Y no cualquier inevitabilidad, por cierto, sino la inevitabilidad de evitar el daño que provocamos a los otros.

-Piensa en alguien que rece -me dijo-. En alguien que crea en Dios y que esté en medio de una guerra escondido en su casa con su familia… Imagina que reza para que los aviones enemigos no ataquen, pero de pronto se da cuenta que ya están cayendo las bombas sobre ellos…

J. hizo aquí una pausa, como para generar expectación.

-¿Y? -le pregunté.

-Piensa un poco lo que ocurre ahora -me dice-, ¿te das cuenta?

-¿Cuenta de qué?

-Pues que cuando la bomba va cayendo dejas de rezar para que no caiga -me explica-, y comienzas a rogar que la bomba caiga un poco más allá… Sobre las cabezas de otros, me refiero… ¿me entiendes?

-Supongo que sí -le dije, luego de un rato.

Nos quedamos entonces en silencio, unos minutos, pero J. se mostraba nerviosa, como si quisiera regresar a hablar del tema.

-¿Comprendes ahora que es inevitable? -preguntó de pronto.

-Sí -le dije, para que no insistiese-. Por supuesto que comprendo.

Ella entonces pareció calmarse. Un poco, al menos.

Luego, intenté llevar la conversación por otros rumbos, pero nada fluía entre nosotros.

Así, después de unos cuantos minutos decidimos irnos del lugar.

-No estés tan tranquilo -me dijo de pronto, cuando nos despedimos-, las bombas han comenzado a caer, aunque no te des cuenta.

-Ya… -dije, torpemente, pues no sabía qué más agregar-. Cuídate tú también.

Luego de eso, J. se fue en un Uber y yo caminé un poco, para despejarme.

Y no vi luz, pero escuché un trueno, poco después.

sábado, 16 de marzo de 2024

La noche se hizo para dormir.


La noche se hizo para dormir, les dicen a los niños.

Pero como ya es costumbre, les mienten.

La mayoría de las veces ni se dan cuenta, pero a veces sí.

Yo, por ejemplo, conocí a un niño lo suficientemente lógico como para cuestionar aquella frase.

No se hizo para dormir, alegaba.

Pues en los planetas que no hay nadie que pueda dormir, igual hay noche.

Era un argumento válido, por supuesto, bastante avanzado para su edad.

De hecho, más tarde me acusaron de haberle filtrado aquel argumento, pero yo, ciertamente, no le dije nada.

Así y todo, los adultos a los cuáles interpeló no tardaron en contestarle.

¿Y quién dice que tienen noche esos planetas?

El niño se quedó pensativo.

¿No tienen noche?, preguntó.

Por supuesto que no, le contestaron, si no hay nadie a quien indicarle que deba dormir, ¿para qué habría noche?

Por más que fuese absurdo, aquello sonaba lógico, desde cierto punto de vista.

De hecho, aunque con ciertas molestias, el niño pareció aceptar finalmente el argumento.

Pasaron unos segundos.

Igual no puedo obligarme a dormir, dijo el niño, para no perder del todo.

La noche puede indicarme que vaya a la cama, pero yo no elijo si me duermo o no.

Nunca en el fondo elegimos nada, quise decirle, pero extrañamente no lo hice.

Pasados unos minutos el niño regresó donde estábamos, con el pijama puesto.

Se despidió de los padres y después de mí; y yo aproveché de irme en ese instante.

No está hecha del todo, la noche, me dije, ya fuera de la casa.

Levanté la vista.

Las luces, sin embargo, no dejaban ver en el cielo, estrella alguna.

viernes, 15 de marzo de 2024

Hay muertos y muertos, me dijo.


Hay muertos y muertos, me dijo.

No todos son iguales.

Son de distinto tipo, me refiero, igual que los vivos.

Trabajé con ellos mucho tiempo y puedo afirmarlo sin dudar.

En principio solo limpiaba el lugar y movía algunas cosas.

Luego, tuve que moverlos y más tarde me enseñaron a limpiarlos.

Hice cursos, incluso, para ello.

Técnicas de preparación que incluían tratamiento de la piel, cuidado capilar, maquillaje y un sinnúmero de pequeñas cosas.

Fue entonces que me dejaron a cargo y era yo el primero en ver a los muertos.

Verlos realmente, me refiero, a solas en la sala, hasta decidir de qué forma se les iba a preparar.

Los parientes elegían el vestuario, por supuesto, pero casi siempre se guiaban por mis sugerencias.

De la apariencia específica, en cambio, exigía ocuparme yo, tras llevarme una foto que la familia entregaba.

Nunca servía de nada aquella foto.

La fotografía había sido tomada a un vivo y el muerto, por supuesto, ya no lo estaba.

Se trataban, en este sentido, de personas distintas.

Así, aunque algunas no lo reconocieran en principio, terminaban agradeciendo nuestro trabajo.

De entre los muertos, por cierto, me gustaba ocuparme de los más gordos.

Ya no eran blandos, como en vida, pero de cierta forma me parecían más maleables, y hasta de cierta forma menos muertos.

Y es que puede sonar extraño, pero lo cierto es que hay muertos que pueden morir más.

La mayoría de los gordos, justamente, podían clasificarse de esta forma.

Había que hablarles, incluso, mientras los preparabas.

Recordarles una y otra vez que estaban muertos, para que dejasen salir esa expresión.

Podían pasar horas de esta forma hasta que ellos lo aceptaban.

En cambio, al otro extremo estaban los otros.

Muertos que me hacían sentir como un empaquetador de carne.

Muertos que, en definitiva, no pueden morir más.

Con ellos, por supuesto, me quedaba en silencio, mientras trabajaba.

No como con los otros.

Y es que a los otros podía yo hablarles igual como te hablo a ti ahora, me dijo.

Poco después, dejó de hablar.

jueves, 14 de marzo de 2024

Fuimos por el pastel.


“El hombre es el pastel
que se hornea y se come a sí mismo,
y la receta es separación”.
A. G.


Fuimos por el pastel y llegamos con él.

Nuestra misión se había cumplido.

Siempre vamos nosotros, por cierto, y no sé por qué.

Antes pensaba que se aprovechaban de nosotros, pero ahora lo tomo como un gesto de confianza.

De igual forma, sin embargo, desconocemos la razón concreta y específica.

-Probablemente no la haya -dice T. cuando oye mis cuestionamientos-. No siempre hay razones para todo.

T., por si no lo saben, es la chica con quien vamos a buscar el pastel.

Ella es la que lo pide, por cierto, y luego me lo entrega para que yo lo cargue.

No es que sea muy pesado, pero vamos caminando hasta el lugar y el camino es largo.

Además, pienso, podría ser mal visto que ella lo cargase y yo fuese junto a ella, sin cargar nada.

El pastel va envuelto en una cubierta de cartón, sobre una base de vidrio que debemos devolver siempre cuando vamos por otro pastel.

Es una buena forma de hacernos volver, por supuesto.

La vida está llena de esas técnicas.

Cuando llegamos con los otros vamos hasta la mesa grande y sacamos el pastel y acercamos platos pequeños.

Luego uno de nosotros corta las porciones y las entrega a cada uno de nosotros.

Es extraño, pero tengo la impresión que servimos un trozo menos, cada vez.

De todas formas, como así nos toca más pastel a cada uno, prefiero no comentarlo en voz alta.

-¿Ya comiste el tuyo? -me pregunta T., amablemente.

-Sí -le digo-. Ya comí.

miércoles, 13 de marzo de 2024

Algo envolvieron en la tela.


Algo envolvieron en la tela, pero no vi.

O vi, tal vez, pero no entendí de qué se trataba.

Dos cuerpos envolviendo algo en una tela.

Una tela que dio varias vueltas alrededor de aquello que envolvían.

Recuerdo haber pensado que era un desperdicio de material.

Aunque todo, prácticamente, es siempre un desperdicio de material.

Eso pensaba, mientras observaba.

La escena, por cierto, ocurría en un bosque.

No como el que imaginan cuando digo “bosque”, pero la idea general sirve.

Era un lugar tranquilo aunque a veces, por las noches, rondaba por el lugar una jauría de perros.

No acostumbraban atacar, pero intimidaban igualmente.

Solo por ser un puñado de perros, supongo.

Y por el tipo de dientes que asoman desde sus hocicos.

Tal vez fue por eso, pienso ahora, que decidí ir por el paquete envuelto en tela.

El paquete que dejaron sobre el suelo aquellos que lo envolvieron.

Decidí ir por él -decía-, para que no lo encontraran esos perros, al llegar la noche.

No había pensado siquiera qué hacer con él, pero supongo que quería resguardarlo de aquel daño.

Lo tomé entonces, con cuidado, como si tuviese dentro algo frágil.

Levanté el paquete y lo llevé hasta el lugar donde, por aquel tiempo, vivía.

Una vez ahí, sin proponérmelo, dejé de ver aquello como algo envuelto.

Me refiero a que veía ahora un solo cuerpo, con una piel de tela.

Y claro, yo tomé ese cuerpo y lo puse sobre la cama.

Luego lo observé.

Por último, me acosté a su lado.

A veces es simple, me dije.

Y el interior entonces dejó de importar, como en todos nosotros.

martes, 12 de marzo de 2024

Lagos (o algo así)


*
(…) Y entonces lo tapas con agua. Todos ellos, me refiero. Y de una sola vez. Mejor así, te dices, para no complicarte. Y la vida en vez de estar llena de hoyos se te llena ahora de lagos. Y hasta un poco más bonita, parece así. O menos accidentada, al menos. Esa es tu estrategia.

*
No hay estrategia. En lo demás aciertas, pero no hay estrategia. Además, como soy torpe, a veces piso un lago y de golpe me voy al fondo. Puede ser complejo de explicar, pero lo cierto es que me ocurre cada vez más a menudo. Supongo que se debe a que solo sé ver la superficie. Una vez, por ejemplo, casi me ahogué en un charco. Era una superficie de agua tan pequeña que resultaba imposible advertir su peligrosidad. Creo que esa fue la vez en que tú me sacaste. No estoy del todo segura, eso sí. De hecho, a veces pienso que me invento aquel rescate.

*
Puedes decir lo que quieras (esa es la gracia del decir), pero lo cierto es que esa es otra de tus estrategias. Utilizar las dudas como superficies de agua que no dejan ver la profundidad de tus cráteres. Un día me caeré en uno y estoy seguro que lo llenarás de inmediato. Puedes negarlo, pero sé que es así. Y esa es una certeza lo suficientemente sólida como salir de aquí lo más dignamente posible. Tranquilo, me refiero. Y hablando en un tono cada vez más bajo. Sin dar, aunque parezca extraño, ni siquiera un paso.

lunes, 11 de marzo de 2024

Campanas que no suenan.


En una iglesia pequeña, cerca de Curicó, tienen un par de campanas que no suenan.

Están en una especie de altillo, en la parte trasera de la iglesia, y según me explicaron, el problema con ellas se originó cuando fueron forjadas, por lo que no existe forma alguna de “arreglarlas” más allá de fundirlas y hacerlas nuevamente, desde cero.

Lamentablemente hacer eso hoy en día es algo demasiado caro y engorroso, por lo que las campanas permanecen ahí, simplemente, mientras muchas de las personas que habitan en el pueblo han olvidado incluso su existencia.

-De todas formas, cada cierto tiempo, hay alguna persona que se decide a tañerla -me dice el sacerdote-, e intentan retomar aquello durante un o dos semanas, hasta que se aburren del ruido sordo que sale de las campanas…

-¿Y usted los deja? -le pregunto.

-Sí -me dice-, los dejo. Además, una vez me explicaron que hacer sonar las campanas, y exponerse directamente a las primeras vibraciones que emiten, podía provocar diversos beneficios en el organismo… así que los dejo, como le decía, pues aunque no hubiese beneficios, tocarlas no le hace mal a nadie.

-Es cierto -admito.

Luego de esto, hablamos brevemente de otros temas relativos a unos conocidos en común. Nada muy importante, en realidad.

Por último, antes de despedirnos, me pregunto si quiero hacer sonar las campanas.

-Pero usted dijo que no suenan -le dije.

-Es solo una forma de decir -señala.

-Como las campanas que no suenan -comento.

Pasan unos segundos.

Nos estrechamos las manos y nos despedimos.

Yo pienso dónde ir.

domingo, 10 de marzo de 2024

Conseguir un ojo de vidrio.


Conseguí un ojo de vidrio en una tienda de antigüedades.

Lo cambié, de hecho, por la primera edición de un libro que no me interesaba.

El ojo de vidrio estaba en perfecto estado, aunque el estuche en que se guardaba se veía gastado.

Era un estuche de madera.

Según el dueño de la tienda el ojo había pertenecido a una alemana ya fallecida, de quien también tenía la prótesis de un dedo, un uniforme militar y una peluca.

El uniforme militar era de la segunda guerra mundial y su valor me pareció desmesuradamente alto, aunque el dueño de la tienda aseguraba era muy escaso y estaba dentro de los valores del mercado.

Lo que me convenció de adquirir el ojo de vidrio, por cierto, fue el extraño color del iris.

Se me viese forzado a describirlo debería decir que era un tono entre grisáceo y violeta.

Su tamaño no me pareció muy grande, y al mirarlo fijamente se veía como un ojo natural, que te devolvía la mirada.

Ya en casa, pasé mucho tiempo mirando ese ojo, hasta que de un momento a otro comenzó a provocarme miedo.

Tanto así que no solo guardé el ojo en el estuche de madera, sino que quise sellarlo y comencé a dejarlo fuera de casa.

Aún así, mi inquietud se fue acrecentando, por lo que una mañana, antes de ir al trabajo, busqué un martillo y me decidí a destruir aquel ojo.

Si es de vidrio puede quebrarse, me dije.

Acerté.

En principio se trizó de forma extraña, pero tras unos cuantos golpes más logré quebrarlo del todo.

Nada extraño ocurrió durante el proceso, salvo que unas astillas de vidrió se quedaron en mis manos.

Entonces fui al trabajo y después volví.

Barrí los restos que no pude recoger en la mañana y decidí botarlos junto a la caja de madera.

Eso hice, al día después.

Con todo, aprendí que no se puede destruir un ojo de vidrio.

No del todo, al menos.

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