En una iglesia pequeña, cerca de Curicó, tienen un par de campanas que no suenan.
Están en una especie de altillo, en la parte trasera de la iglesia, y según me explicaron, el problema con ellas se originó cuando fueron forjadas, por lo que no existe forma alguna de “arreglarlas” más allá de fundirlas y hacerlas nuevamente, desde cero.
Lamentablemente hacer eso hoy en día es algo demasiado caro y engorroso, por lo que las campanas permanecen ahí, simplemente, mientras muchas de las personas que habitan en el pueblo han olvidado incluso su existencia.
-De todas formas, cada cierto tiempo, hay alguna persona que se decide a tañerla -me dice el sacerdote-, e intentan retomar aquello durante un o dos semanas, hasta que se aburren del ruido sordo que sale de las campanas…
-¿Y usted los deja? -le pregunto.
-Sí -me dice-, los dejo. Además, una vez me explicaron que hacer sonar las campanas, y exponerse directamente a las primeras vibraciones que emiten, podía provocar diversos beneficios en el organismo… así que los dejo, como le decía, pues aunque no hubiese beneficios, tocarlas no le hace mal a nadie.
-Es cierto -admito.
Luego de esto, hablamos brevemente de otros temas relativos a unos conocidos en común. Nada muy importante, en realidad.
Por último, antes de despedirnos, me pregunto si quiero hacer sonar las campanas.
-Pero usted dijo que no suenan -le dije.
-Es solo una forma de decir -señala.
-Como las campanas que no suenan -comento.
Pasan unos segundos.
Nos estrechamos las manos y nos despedimos.
Yo pienso dónde ir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario