Lo escuchamos gritar, antes de dormirnos. Casi siempre ocurre así. Se trata de gritos extremadamente fuertes. Destemplados. Gritos con los que, sin duda, ha de dañarse su garganta. Esto nos apena, por supuesto, pero incluso los doctores han optado por decirnos que lo dejemos gritar, que esa es simplemente la forma de dañarse que él ha elegido. Por supuesto, indirectamente, a nosotros también nos daña. Así, ocurre que nos miramos, simplemente, cuando él comienza a gritar. Fingimos que no oímos o que se trata de un ruido que viene de otro lado. Por suerte, nos hay palabras, en los gritos. No hay mensaje ni significados más allá. De todas formas, no podemos ocultarnos que el grito, en el fondo, está dirigido a nosotros. No sé si como reclamo o como llamada de auxilio o como expresión de sí mismo, para recordarnos que está ahí. Para decirnos que permanece ahí donde lo dejamos y donde un día, esperamos, deje también de gritar, y comprenda que esa forma de expresión acelera el desgaste que ya es terrible de por sí. Tal vez por eso, mientras nos dormimos, intercambiamos miradas mientras oímos los gritos. Y descubrimos al mirarnos que hay comunión entre nosotros. Un vínculo firme que no sé si existiría sin los gritos. Es decir, sin el daño que otro elige sufrir, por nosotros. Nos miramos a los ojos, decía, y estoy seguro que ambos sentimos lo mismo antes de dormir. En medio de las sábanas, en medio del grito y en medio de un mundo que, pese a todo, permanece tranquilo e inalterable.
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