Una vez (hace mucho) llegué a una isla. Y en la isla, poco después, llegué a una cumbre. Me sentí entonces como un héroe cumpliendo pruebas. No tan fuerte, digamos, pero al menos estaba orgulloso de esos logros. Por lo mismo (como me gustó la sensación) quise hacerlo nuevamente. En otra isla, por supuesto. Y con otra cumbre, al interior de esta. Lamentablemente, esta vez no funcionó. Es decir, sí llegué a esa isla y alcancé esa cumbre, pero no sentí una mierda. Pensé entonces que debía buscar un desafío mayor. Una isla más remota, por ejemplo, y una cumbre más alta. Tiempo después, por cierto, logré hacerlo. Casi volvió el orgullo, esa vez. Pero tampoco funcionó, si soy sincero. Lo analicé y decidí entonces intentarlo a la inversa. Descendí hasta una profunda sima y tras cuestionarme qué era lo opuesto a una isla busqué una ciudad bajo el agua. No encontré una ciudad, en todo caso, pero alcancé profundidades en las que encontré restos y cosas que debieron dejarme satisfecho. Otra vez, sin embargo, no ocurrió así. La sensación asociada a ser un héroe seguía siendo esquiva. Había otras, ciertamente, por esa al menos no estaba. En cambio, surgió entonces (o me hice consciente de él, no sé), un orgullo distinto. El orgullo de uno mismo, digamos, aunque nos sepamos débiles. Ese que existe más allá de si hay o no hay cumbre. Ese que se sustenta simplemente en no ceder ni abandonar. El que se manifiesta al decir presente cuando dicen tu nombre. Ese nombre que tú creaste, no el otro. Y al no dejar, en definitiva, que otro conteste por ti.
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