Cambias la posición de la almohada.
Varias veces, lo haces.
Te volteas.
Una y otra vez, te volteas.
Respiras hondo.
Todo esto, por supuesto, sin abrir los ojos.
No hace frío.
Afuera ladra un perro.
Evitas detenerte en las imágenes.
Frases cortas, solamente.
Como si eligieras las rutas que te alejan.
No sabes de qué, exactamente, pero te alejan.
Cambias la almohada por un cojín.
Luego vuelves a la almohada.
De igual forma, no te desesperas.
Buscas dejar un tiempo prudente entre cada acción.
Más imágenes.
Ideas breves.
A veces, incluso, te observas en ellas.
Como en el libro ese de Norah Lange.
¿No hace frío?
Probablemente esté mal dicho.
Pero todo, prácticamente, está mal dicho.
Cuentas.
Haces cuentas, me refiero.
O cálculos, más bien.
Intentas que las cifras solo sean números.
Las despojas.
Las cambias de lugar, en el fondo, como signos vacíos.
Todo es reubicar.
Números, almohadas, cojines… todo, a fin de cuentas.
Afuera el perro ladra, otra vez.
Una sola vez intentaste verlo, en la noche.
Estaba en la casa de un vecino, ladrando bajo un árbol.
El árbol, sin embargo, solo tenía ramas secas.
Le estás ladrando al árbol equivocado, pude haberle dicho.
Aunque claro, también podría habérmelo dicho a mí.
Todo es reubicar, a fin de cuentas.
Llevarse puesto y no llevarse.
Cambiar la posición de la almohada.
Ahora sí.
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