I.
Una que otra gota, me dijo, pero no lluvia.
De hecho, ni siquiera te mojabas, al caminar.
Se humedecía el piso y tal vez, sobre la ropa, podías ver residuos de agua.
Agua que formaba una pequeña piel brillante, sobre la tela.
Eso apenas, puedo aceptar.
Así y todo, convengamos en que no era lluvia.
Llámalo de otra forma, si quieres, y tal vez podamos conversar.
No es por capricho ni me interesa tampoco tener razón.
Después de todo, tú me conoces.
O te haces una idea, al menos.
Es decir… ya sabes como soy con la forma en que nombramos las cosas.
Me es importante, quiero decir.
Una que otra gota, entonces, pero no lluvia.
Luego hablamos, si quieres, de otras cosas.
II.
No digo que tú lo hagas.
Pero la gente se queja porque quiere.
Porque no se reconoce como el destinatario de sus propias quejas, me refiero.
Y en este caso, en particular, porque prefieren llamar lluvia a estas pocas gotas.
¡Qué falta de criterio!
Así es como pierden compostura las palabras.
Y claro… luego llaman amor, por ejemplo, a cualquier cosa.
No lo digo por ti, en todo caso.
Aunque a veces parece que no lo comprendieras.
Hoy, por ejemplo, quiero decir.
Una que otra gota…
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