“Y él, que no sabía su nombre, lo adivina y dice
que se llamaba Perceval el Gales,
y no sabe si dice verdad o no;
pero decía la verdad, aunque no lo sabía.”
Ch. de T.
Me mandan a comprar y olvidó qué.
Pero como estoy en la panadería, intento imaginarlo.
Observo qué productos tienen, descarto algunas cosas y cuento el dinero que llevo.
Entonces hago cálculos.
E infiero.
Por lo general estoy pensando en eso cuando me tocan el hombro para que pida de una vez.
Lo hacen de buena forma, en todo caso, pero siempre me sorprende.
A veces quién vende me llama por mi nombre.
Y claro, como no lo recuerdo, hasta mi nombre me confunde.
Después de todo son palabras, apenas, como cualquier otra.
Hay veces, incluso, que no he pedido nada, y me venden igualmente.
Eso lo recuerdo ahora, por cierto.
Apenas ahora, quiero decir.
Basta con extender la mano y ellos toman el dinero y luego me entregan una bolsa con lo que dicen que yo necesito.
Luego, claro está, regreso a casa.
Dejo la bolsa sobre la mesa y saco lo que haya traído dentro.
Entonces intento convencerme que eso, justamente, es lo que necesito.
Me gusta pensarlo así, aunque pocas veces funcione.
Podría detallar un poco esto, y mencionar algunas dificultades.
Errores de cálculo.
O incongruencias, más bien.
Por ejemplo, podría mencionar que en casa, suele sobrar pan.
Tal vez, me digo, ya no vive aquí la gente que recuerdo.
Y claro, una sensación parecida al hambre, vuelve a instalarse en esos casos.
En uno, me refiero, vuelve a instalarse.
Como si fuese otro estómago, el corazón.
Y de vez en cuando sonara.
Lo que pasa es que siempre decimos la verdad, aunque no sabemos, me digo.
O lo leo, tal vez, pues descubro está escrito sobre la mesa.
En voz alta, lo leo.
Probablemente lo escribí yo.
O alguien, al menos, como yo.
Un alguien con otro nombre, quiero decir, pero con necesidades similares.
Gente con varios estómagos, como las vacas.
Y que no saben, ciertamente, lo que son.
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