Visitamos el laboratorio de una universidad privada
que quería un pequeño reportaje y unas fotografías.
De esos laboratorios que incluyen zonas de
seguridad, gran número de compuestos químicos, órganos en formol y hasta esos típicos
laberintos con ratones blancos.
Los encargados, de hecho, nos mostraban orgullosos
las instalaciones.
Y claro, nos contaban cómo criaban ellos mismos sus
propios ratones.
Nacían tantos, nos decían, que a veces los donaban
a otras universidades.
Ojalá destaquen
eso, nos dijeron.
Proveemos a
otras universidades.
Yo hice como que anotaba, para que quedaran
tranquilos.
Quizá fue por eso –por hablar tanto de los
ratones-, que uno de los tipos nos invitó a presenciar un experimento que
hacían con algunos de ellos.
Observen,
nos dijo.
Este ratón
caminará desde este punto hasta el otro extremo del laberinto, y apretará el
botón rojo, con su hocico.
Y claro, nosotros observamos.
El ratón, segundos después, hizo exactamente lo que
el hombre había dicho.
Por último, luego de apretar el botón, el hombre le
entregó al ratón un pequeño trozo de queso.
Saquen fotos
de eso, nos dijo.
Y claro, nosotros sacamos fotos del ratón sujetando
entre sus patas delanteras el pequeño trozo de queso.
Todo parecía haber funcionado perfecto.
Ya en la tarde, sin embargo -tratando de escribir
el texto-, terminé por redactar una entrevista donde el ratón nos explicaba
cómo había amaestrado a unos tipos para que le dieran queso cada vez que
apretaba un botón rojo.
-Son hueones muy ingenuos… -decía en la entrevista,
aquel ratón.
Así, finalmente, mandé ese texto junto con un par
de fotos, a la universidad privada.
Todavía no responden mis mensajes.
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