Conocí a un chino en Londres hace algunos años.
Él estudiaba un doctorado en historia, aunque no
recuerdo bien en qué ámbito en particular.
El punto es que un día mientras tomábamos algo –él bebía
desde un plato, por cierto-, me comentó que su padre tenía una pequeña empresa
en China, en la que se tejían canastas.
Lo dijo solo como un dato, en todo caso, sin
reflexiones sobre el tipo de trabajo o cuestionamientos sobre condiciones
laborales o el número de gente que trabajaba en el lugar.
Recuerdo que en la conversación –bastante difícil por
mi pésimo inglés-, intenté sacarle algo de información sobre la empresa de
canastas. De hecho, hasta le pasé lápiz y papel para que dibujase una de las
canastas que hacían.
-Eso no es importante –me dijo. Y se negó
rotundamente.
Debimos conversar un par de veces más en los días
que pasé allá y lo cierto es que no podía dejar de darle vueltas a la imagen de
chinos tejiendo canastas.
De hecho, hasta soñé con chinos tejiendo canastas, mientras
sucedían otras cosas en ese viaje, que me parecían en ese entonces, en extremo
importantes.
Visto ahora incluso, a la distancia, tengo la impresión
que todo lo que ocurrió en ese viaje, sucedió mientras un grupo de chinos
tejían canastas, en silencio.
Así, hasta el día de hoy, cuando estoy en
situaciones complicadas o que me afectan en demasía, trato de respirar hondo y
mirar hacia un lado, donde los chinos esos que siguen el mismo proceso.
Quién sabe cuántos chinos, cuántos años o cuántas
canastas…
Eso no es importante.
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