I.
Otra llave.
Y digo otra no porque tenga la certeza que la primera no sirve.
No la pido, por cierto, solo la enuncio.
Otra llave, digo.
Luego, ni siquiera intento abrir.
II.
Observo la cerradura.
No otra, esta vez, sino la única cerradura.
No parece que vaya a funcionar, me digo.
Incluso dejando a un lado el asunto ese de la llave (o de la otra llave), desconfío, esta vez, de la cerradura.
De su mecanismo, quiero decir.
Y del espíritu que guió su diseño.
Y su llamado.
III.
Otra llave.
Otra que responda al llamado de la cerradura.
O sea, no es que ella llame, directamente, sino más bien se trata del llamado que llega a través de ella.
Otra llave que responda a eso, entonces.
No que vaya, necesariamente, pero que al menos responda.
Otra llave que no haga lo que todas.
Y que comprenda, de paso, lo que hace.
IV.
Observo ahora mis manos.
Ambas.
Una y otra, quiero, decir.
Igual que las llaves.
Las observo a la vez, de forma plena.
Con esto -aclaro-, quiero decir que no es necesario que un ojo visualice una y el otro ojo a la otra.
Respiro hondo, mientras lo hago.
Como si me sintiese aliviado después de resolver un enigma.
No hay en mis manos, ahora, llave alguna.
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