“En las obras seudónimas, por tanto,
no hay una sola palabra de mi autoría”.
S. K.
I.
Está bien, pero sin abusar.
Con un seudónimo basta, me refiero.
Uno al que te acostumbres tanto que termine por reemplazar -de vez en vez-, al verdadero nombre.
Uno al que no desconozcas, por cierto.
Uno del que debas, incluso, hacerte cargo.
En este sentido, lo primordial es no ser hipócrita, como Kierkegaard.
Después de todo, hay otras formas de evitar la angustia.
Formas más dignas, quiero decir.
Y vivir un poco más que 33 años.
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Donde dice “verdadero nombre”, por cierto, debe decir “nombre original”.
II.
No es hipócrita, Kierkegaard.
O sea, no lo fue.
O si lo fue, lo fue únicamente cuando dijo algo que lo hizo parecer un hipócrita.
¡Qué enredo…!
Si hasta parece un trabalenguas todo eso.
Un mal trabalenguas, por cierto.
Climacus.
Haufniensis.
Anticlimacus.
Dilo seis veces parado sobre una roca y funciona como hechizo.
Así, tras hacerlo, ocurre que el día se torna oscuro.
O gris, al menos, si tu pronunciación no es buena.
Por último, si te esfuerzas, verás la torcida silueta de Kierkegaard,
curvarse sobre su bastón.
III.
Los seudónimos de Kierkegaard.
¿Dónde se encuentran hoy los seudónimos de Kierkegaard?
Una investigación reciente señaló que, probablemente,
los que creemos nuestros nombres no sean otra cosa
que los seudónimos de Kierkegaard.
Modificados, por supuesto.
O erosionados por el tiempo, tal vez.
De todas formas, es necesario mencionar que no se trataba
de una buena investigación.
Carecía de fuentes, por ejemplo.
Y no tenía firma.
Así y todo, me di el tiempo de leerla de principio a fin.
Dos o tres veces, al menos.
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