Por aquel entonces solía imaginar que mataba a
alguien. Una imaginación en detalle, me refiero. No era muy consciente de
aquello hasta que de pronto me descubría siguiendo a un transeúnte. Uno al
azar, aparentemente, aunque debo reconocer que nunca reflexioné sobre la
naturaleza de mis elecciones. Casi siempre llevaba algo que pudiera servir de
arma: un cuchillo, una piedra, un trozo de metal, o cualquier otro objeto que
hubiese encontrado a mano y que pudiese resultar útil. Seguía entonces a la
persona hasta que se generara una situación oportuna. A veces durante horas.
Mientras lo hacía iba además calculando cosas. Los lugares donde debía enterrar
el cuchillo, por ejemplo, o la cantidad de veces que debía golpearle el cráneo
con la piedra para asegurar mi cometido. Además, intentaba calcular su posible
fuerza, determinando el peligro de que se defendiera y el muerto terminara
siendo yo. Por último, consideraba qué otros transeúntes podían intervenir y
evitar mi tarea. Solo entonces, cuando ya estaba seguro que todo era propicio,
mi imaginación pasaba a concretar el hecho. Un movimiento rápido para clavar el
cuchillo y lanzarlo al piso, golpes certeros para evitar su reacción, aplastar
sus brazos para evitar golpes y una serie de otras acciones dependiendo principalmente
de las armas que llevase pues no era válido imaginar esto con objetos que no portaba.
Una vez concretado el hecho, que podía durar incluso unos minutos, me
tranquilizaba un poco. La imaginación seguía de largo incluyendo la reacción de
los otros y hasta mi posible detención, o abatimiento. Sin embargo, sentía de
cierta forma que el objetivo estaba cumplido. Entonces, perdía de golpe el
interés en quien había asesinado y me deshacía de las armas en algún lugar, si
eran incómodas de cargar. A veces, días después, me volvía cruzar con uno de
esos transeúntes que ya había matado, pero no despertaban en mí el menor interés.
Yo ya maté a aquel hombre, me decía, mientras buscaba una próxima víctima.
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