“Su sangre era mucho más sensible
que cualquier otra parte de su cuerpo;
transmitía el anuncio de su ruina
a través de todo su organismo”.
F. O.
Cuando hacía algo bueno le salían ronchas.
Sarpullidos que enrojecían su piel llenándola de granos y produciéndola una picazón
que no sabía soportar. Por eso, decía, no le gustaba ser buena. Porque el
cuerpo no la dejaba. Porque Dios, de haber tenido cuerpo, no habría sido bueno
en lo absoluto. O su piel habría sido constantemente una llaga, y no lo hubiese
podido soportar.
En ocasiones, no se daba cuenta que era buena hasta
que aparecían las ronchas. Entonces, ellas mismas le advertían que algo debía cambiar.
A veces incluso bastaba pensar en ellas para que desaparecieran. Olvidarse del
resto, digamos, y centrarse en la piel, hasta que todo fuese como antes.
A mí, supuestamente, dejó de verme por eso. Me
explicó que estar conmigo se traducía en un incesante sarpullido. No le creí en
un inicio, pero mientras me lo explicaba su piel enrojeció de golpe y sus uñas
se enterraron en ella, hasta hacerla sangrar. Aunque no te importe la verdad,
te la digo, me dijo. Luego la oí reírse, nerviosa, mientras se daba media
vuelta y se iba del lugar.
Volví a verla años después, de casualidad, sin que
notase mi presencia. Iba conversando con un hombre y cargaba a un niño. Su piel
estaba tersa y su sonrisa era distinta a la que creía recordar. Cuando pasé
junto a ella me pareció que se rascaba ligeramente una mejilla.
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