Desde que era pequeño, nos acostumbramos a cantarle
la canción de cumpleaños tres veces. Fue un acuerdo, digamos, ya que él insistía
y disfrutaba el momento, sobre todo el de apagar las velas. Es cierto que a
medida que crecía se volvía un tanto ridículo, pero siguió insistiendo que lo
hiciéramos así, cosa que de cierta forma nos parecía chistoso y además no nos
quitaba mayor tiempo. Encender las velas nuevamente, volver a cantar y la
oportunidad de sacar nuevas fotografías. No había complicación en eso. En lo
personal, yo pensaba que la repetición se relacionaba con pedir más deseos,
pero con el tiempo nos contó que no, que nunca había pedido deseo alguno. En
cambio, nos dijo que sentía que solo la tercera vez era la de verdad. Que se
había acostumbrado a eso. Que era una cuestión simple, en el fondo, y que no le
diéramos más vueltas. Y por supuesto, así lo hicimos. La situación siguió repitiéndose
año tras año y las bromas se repetían también, sin variaciones. Que tenía tres
veces su verdadera edad. O que tenía personalidades múltiples. O que era
similar a una muñeca rusa, con otros yo dentro. Luego comíamos el pastel y le
exigíamos tres porciones mientras nos contestaba que no había problemas, siempre
y cuando le hubiésemos entregado previamente tres regalos. Pera su último
cumpleaños, sin embargo, nos sorprendió diciendo que esa sería la última vez
que cantaríamos tres veces. Que había comenzado a sentir la situación un tanto
ridícula y que esta era la última vez que lo haríamos. Varios se rieron pensando
que bromeaba, pero yo observé su rostro y comprendí que era cierto. Incluso me
dio pena cuando cantamos por tercera vez el cumpleaños y pensé que era la
última vez que cantaríamos un tercer cumpleaños y todo se volvió un tanto
amargo. La torta incluso, esa vez, la comí con cierta amargura.
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