De vez en cuando llega un barco. Un crucero, para
ser exacto. Es lo mismo hace años. Entonces se bajan algunos turistas y se
sacan fotos. Ni siquiera alcanzan a comer o a recorrer la ciudad. Es como si no
pasaran por acá. Caminan un poco y eso es todo. Y claro… mientras caminan, algunos
vendedores se acercan e intentan ofrecerles algo. Algún recuerdo, una postal…
cualquier cosa. La situación es siempre la misma y a mí, por lo menos, me
resulta molesta. De hecho, ya debo llevar unos doce años observándola. Sí… por
lo menos doce años. Y es que el primer dedo, según recuerdo, es de ese
entonces. Se lo corté a un niño esa vez, en el baño de un local del puerto. No
el dedo completo, pero algo así como una falange. Hubo gran alboroto esa vez,
por eso ya no escojo niños. No es que sea peligroso, pues con el crucero a
punto de partir y los problemas de idioma, nunca se termina formalizando una
denuncia. Ni siquiera investigan, incluso, si haces los cortes saltándote
varias semanas entre ellos. La única vez que casi me descubren fue porque me
costó mucho separar un dedo. Se quedó enganchado como en unos ligamentos y no
se quería desprender. Era el de un señor de edad, si mi memoria no me falla.
Durante los primeros años anotaba de quiénes eran y hasta fechas, pero después
se iban directo a una bolsa y de ahí al freezer. De hecho, si uno mira, no se
nota que son dedos. Aunque claro, los turistas deben notarlo. Envuelven su herida
de inmediato y a veces hasta hacen pequeños torniquetes. Luego se dedican un
rato a buscar el dedo. Nunca lo encuentran, por supuesto. Finalmente vuelven a subir al barco. Nunca se
olvidan de este lugar, eso sí. Y es que esos dedos, de cierta forma, aseguran el
recuerdo. Los turistas se vuelven reales, incluso, de esa forma. Me refiero a
que dejan de ser espectros, los que pasan por aquí. Los que se bajan del barco.
O del crucero, más bien, para ser exacto. Supongo que se entiende.
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