Me gusta la idea esa… de la guillotina.
Como final, por un lado.
Y también como espectáculo.
Como final me gusta finalmente la falta de opción.
La no necesidad de segundas lecturas.
La inutilidad de la autopsia y hasta de opinión médica, digamos.
Como espectáculo, por otro lado, me gusta el escenario.
El verdugo siempre a un costado.
La cabeza rodando, todavía viva.
Y hasta la inocencia de la hoja, que cae exclusivamente por su propio
peso.
Dicho esto, me acerco a la imagen que tengo, de María Antonieta.
La pregunta esa de qué vio, la cabeza, luego de separarse del cuerpo.
Y la atracción que, honestamente, siento hacia la figura de la reina.
Y es que debo reconocer que siempre me ha atraído, María Antonieta.
La torcida imagen histórica.
Su nombre.
Y hasta la idea que de ella me fabrico, entre imaginación, ocio y
testosterona.
Entonces, desplazándome hasta el momento ese, de la guillotina,
pienso que debe existir una fracción de tiempo
en que el público y hasta el verdugo solo tienen ojos para la cabeza de
la reina,
olvidándose por completo del cuerpo.
Y claro, ahí es donde esa fracción de tiempo debiese bastar
para correr con el cuerpo entre la multitud
y rescatarlo del olvido, el descrédito y el desprecio.
Quédense así ellos con la cabeza de María Antonieta,
que yo me conformo con el cuerpo.
Todavía tibio, lo imagino.
Liberado del suplico de las ideas y del control racional del cerebro.
Así, junto a él, me tomo apenas un descanso para teclear estas
palabras.
Cuerpo y sangre simplemente.
Voy por ti, María Antonieta.
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