“Acuso a mis maestros de haberme hecho
creer,
con sus enseñanzas y las de los libros,
en una posible inmovilidad del mundo”
B. V.
Tengo un amigo que se llama Wolf.
Me parece que es austriaco.
Está en Chile hace años, pero todavía no habla bien
español.
Nos juntamos siempre cada dos o tres meses, en casa
de algún amigo.
Nadie sabe bien en qué trabaja ni qué hace.
Simplemente acordamos una hora y él cumple.
Casi siempre llega en bicicleta.
Le gusta hablar de películas checas, antiguas.
También lee ciencia ficción.
Se ríe siempre y no sabemos si entiende nuestras
conversaciones.
De todas formas nos llevamos bien y creo que no es
falso decir que nos comunicamos perfectamente.
Cuando se emborracha, por ejemplo, cuenta que viene
del futuro.
Lo dice, por cierto, sonriente y relajado.
Después de todo, señala no venir a investigar ni a
hacer grandes anuncios.
Viene porque queda tiempo, nos dice.
Y porque le es grato hablar con gente muerta.
Sobrio, sin embargo, se remite a sus temas
habituales.
Cine checo, como contaba antes, y a veces habla de
Thelonius Monk y de Art Blakey.
Otro de sus rasgos característicos es que saluda a
todo el mundo.
De hecho, hasta si los perros ladran, Wolf se da
vuelta a saludarlos.
Pensé que
decían mi nombre, dice Wolf.
Entonces nos reímos.
Siempre nos reímos, con Wolf.
Quizá por eso, las reuniones en las que él
participa nos parecen siempre muy breves.
Además, el final suele ser también un tanto inesperado.
Igual no se
enojen cuando me vaya, nos dice, a modo de despedida.
Y claro, nosotros también nos reímos de esa frase.
Y es que da risa cómo la vida, entre problema y
problema, también puede pasarse de esa forma.
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