Todos somos redondos.
O somos un círculo, más bien.
No juntos, en todo caso.
No todos a la vez.
Cada uno, quiero decir, es un círculo.
Disculpen si me complico.
Y es que juntos, a fin de cuentas, no sé bien qué cosa somos.
Eso siempre me complica, por cierto, y además no es mi tema.
Hablar de cada uno, en cambio, es algo que me acomoda más.
Supongo que es, a fin de cuentas, porque tengo la medida adecuada para eso.
Cómo sea.
Lo que venía a decir es que somos un círculo.
Cada uno de nosotros es un círculo.
Terminamos donde empezamos, quiero decir.
Y desde donde nos miren, pueden apreciar en nosotros los mismos bordes.
Piénsenlo un poco y verán que es así.
Verán que es cierto, me refiero.
En mi caso, pensaba que lo percibía simplemente de esa forma.
Pero tras pensarlo resultó que verdaderamente era cierto.
Fui lógico.
Busqué razones.
Incluso medí, cuando fue posible.
Desde nuestra superficie a nuestro centro, me dije, existe siempre la misma distancia.
Y claro, tras decirlo, lo comprobé.
Y resultó, nuevamente, ser cierto.
Somos círculos, comprobé.
Y no es que me cegara, porque me cuestioné varias cosas.
¿Será correcto decir “el centro del círculo” ?, me pregunté, por ejemplo.
¿Será proyectable, mi medida, en los otros?
Así, de pregunta en pregunta, fui rodando hacia la certeza.
Choqué con ella, digamos.
Y aquí estoy.
Debiese contárselo a alguien, me dije.
Sin duda.