-Quise apedrearlo -dijo ella-, pero por su bien…
-¿Por su bien? -pregunté.
-Sí, ya sabes… -continuó-, no a él, en todo caso, sino a su casa.
-Igual no entiendo -comenté.
-Me refiero a que quería quebrarle cada una de sus ventanas -continuó-, hacer que tuviese miedo… que el viento y el frío y todas esas cosas se le colaran por cada una de esas ventanas rotas.
-¿Y lo hiciste? -pregunté ahora.
-Más o menos -me explicó-. O sea, comencé a lanzar algunas, pero al final ocurrió que él tenía más ventanas que yo piedras… Y por más que busque no encontré más por ahí donde él vivía.
-Sí -le dije-. Vive en un lugar limpio.
-Sí -aceptó, con un tono triste-, artificialmente limpio, eso sí, pero limpio… y con casas llenas de ventanas.
-De todas formas habrás quebrado algunas -dije entonces, para darle ánimos.
-Probablemente una -señaló-, pero no estoy tan segura… Además, una no es ninguna, como dicen por ahí…
Luego de permanecer un rato en silencio, agregó.
-Al final decidí dejarle el trabajo al tiempo, mejor. A las grietas naturales. No yo... No las piedras, me dije. Que se quede allá con sus decenas de ventanas, creyéndose seguro. Sintiéndose hermético...
Yo asentí.
-Igual pienso que, aunque lo hubiese hecho, él no habría entendido que fue por su bien -concluyó-. Nadie nunca se da cuenta de eso.
-Es cierto -le dije-. Y menos si te apedrean la casa.
Ella me miro, sin sonreír.
Parecía una especie de amenaza.
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